Capítulo 6

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Una vez ya en la parada del autobús, mi madre, quien había insistido en acompañarnos hasta partir, nos abandonó

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Una vez ya en la parada del autobús, mi madre, quien había insistido en acompañarnos hasta partir, nos abandonó. Clary, como yo mismo decidí llamarla para evitar utilizar aquel anticuado nombre, observaba todo a su alrededor, sin nunca dejar de mover su pie derecho de un lado a otro, al ritmo de una música inexistente.

—¿Falta mucho para irnos? —preguntó ella, impaciente.

—En la página decían que llegaría en cinco minutos —respondí, comprobando en mi teléfono que el horario establecido ya había transcurrido.

—Mi sistema dice que arribará en unos minutos. ¿Te apetecería comprar un aperitivo? En la otra esquina hay un kiosco que, según las reseñas con las que cuenta, no nos decepcionará.

Asentí, con ganas de disfrutar de un buen emparedado. Sin embargo, insistí en apurarnos, no fuera a ser que los semáforos estuvieran generosos de pronto y tuviéramos que esperar veinte minutos más. Caminamos tomados de la mano, con nuestros dedos entrelazados, hasta llegar al imponente negocio.

—Buenas tardes, ¿qué desean pedir? —un hombrecillo de cabello entrecano y enmarañado nos dedicó una sonrisa.

—Buenas tardes, me gustaría un emparedado de jamón y queso junto al mejor refresco que tengas —dijimos ambos al unísono, sin diferenciarnos en las palabras ni en las pausas entre ellas, lo cual me sorprendió y me habría aterrorizado si no hubiera sabido que Clary estaba programada para pensar igual que yo.

—Dos emparedados y dos refrescos entonces —concluyó el hombre con una sonrisa—. Son cinco dólares —extendí el dinero y abandonamos el sitio.

Disminuimos el ritmo de la marcha al salir y atravesamos la plaza en diagonal. Las miradas de varios jóvenes, incluso de algunos que estaban con sus respectivas parejas, se desviaron hacia la hermosa e imponente mujer que caminaba junto a mí.

De pronto, y sin previo aviso, observamos que el ómnibus se acercaba hacia nosotros y comenzamos a correr. El semáforo cambió de color y el chofer siguió avanzando a una velocidad vertiginosa. Resultaba evidente que no podríamos atravesar media plaza antes de que el colectivo pasara por alto la parada; sin embargo, algo increíble pasó: el colectivero frenó de golpe y esperó a que llegáramos, pagásemos el boleto y hasta nos dedicó una sonrisa al ver la hermosa pareja que hacíamos.

Una vez en nuestros asientos (ambos queríamos sentarnos junto a la ventana, mas yo decidí ceder), comprobé que mi sándwich se había reducido a migajas y mi refresco se había convertido en un jarabe oscuro y sin gas. Pero la simple presencia de Clary, siempre imponente, me calmó.

—Aún no puedo entender cómo supo aquel hombre que estábamos camino para aquí. La frenada incluso pareció brusca —le comenté.

—Resulta muy simple colarse en el control automático del coche y obligarlo a detenerse de ese modo. Estoy programada para eso —confesó.

THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora