Capítulo 74

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El jefe en persona se nos presentó, calzando un traje mal acicalado y una camisa a medio abotonar, que dejaba entrever su poblado pecho

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El jefe en persona se nos presentó, calzando un traje mal acicalado y una camisa a medio abotonar, que dejaba entrever su poblado pecho. Se movía con cierto aspaviento, realizando movimientos oculares en vaivén con una rapidez increíble. Todos nos pusimos de pie, respetando una especie de tregua que nos indicaba cómo debíamos de comportarnos ante un superior. Jacob me hacía señales con su ceño, indicándome que no debería ser tarambana y sentarme tan pronto. De hecho, el señor tomó una copa de un vino de los más costosos -lo cual no hacía más que reafirmar mi hipótesis de que, si aquellos hombres eran peligrosos sobrios, no sabía que esperar de una secta de dipsómanos- y estrechó sus manos con cada uno de sus compadres, inclinando con levedad su cabeza, señal que le era respondida de inmediato.

Fui el último en ser saludado. Según la regla, una vez que el jefe daba la bienvenida, el bienaventurado gozaba del derecho a ocupar su asiento con dignidad, por lo que yo llamaba mi atención dos veces: por novato e inexperto. El hombre me miró con suspicacia, como lo haría con un buscón, explorando todo mi ser, deteniéndose en cada una de mis extremidades, lo cual me incomodó y aquello tuvo sus efectos inmediatos en mis mejillas ruborizadas.

Ahora bien, procederé a contarles sobre aquel misterioso ser con aire cavalístico que, lejos de parecer un dios, se asemejaba a un linyera. Sus ojos rasgados y su cabello grisáceo, yuxtapuestos a una pequeña boca y una frente sin arrugas, realizaban una mixtura, cuanto menos, interesante. Con cada segundo que él se fijaba sobre mí, parecía como si estuviera arremetiendo mi cabeza con una cachiporra. No obstante, me sorprendí al notar que sus primeras palabras fueron dirigidas a mí.

—Bienvenido —me anunció él, en un inglés diferente, en el que se dejaba entrever su origen asiático.

Nos sentamos todos alrededor de la mesa redonda, mientras dos de los empleados arrastraban una carraca, cubierta de una tela oscura, que provocó un ruido agudo y ensordecedor, de esos que se especializan en castigar encías. El invitado se cercenó a ignorarlos, desplazándolo a segundo plano y, clarificando su garganta con un buen sorbo de vino, comenzó a impartir sus órdenes.

—Flora Miles, Gustaw Slow —de su boca salían palabras entrecortadas por la falta de fluidez en el lenguaje-.—¡Al frente! —exclamó, de pronto.

Los aludidos se pusieron de pie, temblorosos. Sus rasgos orientales hacían sospechar una posible consanguinidad entre ambos, conjetura que se volvería realidad a raíz de la misión que le fue encomendada, cuyo grado de peligrosidad era, con creces, muy inferior al resto.

—Deberán reunir a un regimiento formado por los mil mejores hombres que tengan a disposición. Es imprescindible que abandonen la ciudad de inmediato y se refugien en el cubil cuyas coordenadas les enviaré a continuación.

Tecleó unos cuantos números en su pantalla y, al instante, los teléfonos de ambos centellaron una intermitente luz, que marcaba la ubicación exacta. Ellos sonrieron, desafiando a los demás a que no expresaran sus quejas en secreto, dejando de bisbear acerca de la injusticia que se acababa de cometer. Por mi parte, no era quien para disponer a grandes rasgos a víctimas y victimarios. La demasía de reclamos tras la cínica orden, me hizo reflexionar unos instantes acerca de lo que podría llegar a quedar para los otros. El jefe, con un aire desdeñoso, rechazó el descontento general con una simple frase.

THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora