Capítulo 42

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El novato regresó a los pocos minutos acompañado de un asistente que cargaba un soplete cuyo tamaño era tan grande que incluso llegaba a ser turíbulo

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El novato regresó a los pocos minutos acompañado de un asistente que cargaba un soplete cuyo tamaño era tan grande que incluso llegaba a ser turíbulo. Nemo esperaba impaciente, cual zamacuco, soportando mis casi sesenta kilos sobre su espalda y sufriendo con cada uno de los cortes y magulladuras que mis dientes imprimían sobre su cuello. Agradecí que llegara pronto, ya que mis picos de energía comenzaban a periclitar y ya había mascado más tela de la que alguna vez habría imaginado.

Con movimientos sutiles, sin nunca aplacar la intensidad de sus sofiones ni su incipiente preocupación, Nemo se fue alejando hacia el fondo de la celda. El encargado examinó la cerradura unos instantes, mas antes de que consiguiera diagnosticar el desvarío, mi compañero volvió a castigar su demora, esta vez con palabras menos decorosas que antes. El hombre asistió a su llamado perentorio y encendió el soplete. Recién una vez que comenzó a acercarlo al agujero de la cerradura, dudé por primera vez de la seguridad con la que Nemo me había incentivado y en las consecuencias mortales que todo el proceso conllevaba.

—En un segundo te saco de aquí —aseveró el hombre del soplete.

Una vez que el fuego entró en contacto con la nitroglicerina, se produjo tal estampida que la policía del condado nunca olvidaría el vilipendio que habían sufrido. En un segundo, los muros de la prisión se disiparon con una brutal fuerza y varias de las rocas arremetieron con dureza contra mi rostro. En medio de la confusión, aún no repuestos de la trapacería que acababan de presenciar, los policías plagaron aquel rincón recoleto de la inmensa cárcel de pasos y más pasos de ansiedad, confusión y preguntas sin contestar.

Nemo fue el primero de los dos en percibir el pequeño agujero que se había producido en el impenetrable muro de granito.

—Por aquí me ordenó, una vez que consiguió desembarazarse de mí para poder caminar.

Guiados por el brillo sicofanta de una luna menguante nos abrimos paso entre las penumbras de los corredores, tropezando con escombros y eludiendo los inmensos faros de cientos de vehículos que se mecían de un lado a otro, sin prisas, manejados por los huraños empleados que no querían más que llegar a su casa y acostarse a dormir.

—¿Sabes nadar? —me preguntó Nemo, en medio de nuestro escape.

—Algo.

No tenía muy buenos recuerdos con el agua. De hecho, de niño, llegué a aspirar tanta agua con la nariz que llegué medio pulmón. Durante más de diez días sentí cómo el agua se movía al compás de mi cuerpo y así, poco a poco, volteándome de cabeza tres minutos al día durante dos meses (uno de los exóticos trucos que mi madre había encontrado en Internet) acabé quitándome de encima la mayoría del agua de mi cuerpo. Eso y también varios mareos y descompensaciones en el intento.

THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora