Capítulo 93

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Cualquier arrabal habría de ser más confortable que aquella pestilente celda

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Cualquier arrabal habría de ser más confortable que aquella pestilente celda. Las paredes enmohecidas le conferían un aspecto tedio y lúgubre, supiera alguien quién habría tocado ese sitio antes que yo. Clary y yo fuimos separados ni bien entramos en dos sectores conforme a nuestro sexo. El ambiente en la zona de hombres era aterrador; gritos azotaban a toda la seccional cada vez que alguno realizaba un intento de escape, por más estúpido que fuera, seguro de que no claudicaría ante aquella situación. El albo color de una luna menguante me transmitía toda la paz que podía llegar a haber recolectado en años. Las estrellas acudían al auxilio de aquel efebo que pasaría la noche rodeado de lobos.

Mi estancia durante aquellas ocho horas resultó ser un verdadero calvario. Mi compañero -otro adolescente como yo, sólo que un poco más bajo y mucho más musculoso- practicaba su rutina nocturna, esperando estar preparado para aquel bendito día en el que tuviera la oportunidad de escapar, conato que no desaprovecharía en absoluto. Mis tentativas por conciliar mi sueño se vieron frustradas por los bufidos de esfuerzo y motivación que el atleta expulsaba cada vez que levantaba unos sacos de arena a modo de pesas. No obstante, mostrose muy gentil conmigo desde un primer momento —lo que me hizo pensar en que él tenía intenciones en que yo le regresara su generosidad— al haberme propuesto renunciar a su rutina para permitirme dormir a lo que yo, cobarde como era, desdije.

Mi paciencia estaba a punto de agotarse cuando, a las cuatro en punto de la madrugada, el atleta, descoyuntado, se dignó por irse a recostar. De un salto se trepó a la parte superior de la cucheta, provocando un sacudón que casi provoca que la descuajaringada madera se quebrara y él acabara encima de mí. Acto seguido, arrojó toda su ropa sudada —la cual casi acaba sobre mi cara— y, ya desnudo de pies a cabeza, se cubrió con una manta y se dispuso a dormir, con la misma desesperanza con la que se había manejado durante todo el día. No tuve el desembarazo de solicitarle silencio ni de procurar acallar sus ronquidos. Se trataba de un sueño desgajado, enclaustrado en un joven cuerpo.

A las seis de la mañana, y tras haber intentado mil técnicas distintas para conciliar el sueño, me levanté y le solicité a un guardia ermitaño algo para comer. El hombre, extrañado al no verme antes, me examinó de pies a cabeza —un señor superfluo, de los que se concentran en analizar tu aspecto extrínseco, sin dudas— y se dirigió hacia un sitio del que encima colgaba un cartel. Cocina, rezaba aquel sucucho de mala muerte. Me entregó unas galletas que parecían recién horneadas y comenzó a hurgar en los bolsillos de su saco, buscando un objeto furtivo, con la cautela suficiente de que ningún recluso se percatara de ello. La plateada llave parecía ser la última esperanza. Me dio pena abandonar a aquel hospiciano joven al cual de seguro lo único que le faltó de niño fue cariño y le agradecí en silencio por haberme permitido salir indemne y en una sola pieza de su refugio. De esta manera, y cuidando que ningún zascandil se interpusiera en mi camino, nos encaminamos hacia la salida.

 De esta manera, y cuidando que ningún zascandil se interpusiera en mi camino, nos encaminamos hacia la salida

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El comisario me había tratado con toda la observancia que su cargo le tenía permitido. Se encargó de tomar mis datos personales —falsos, denlo por hecho— y me solicitó que me removiera el maquillaje para la fotografía. El muy mentecato no sospechaba que yo tenía un as en la manga. Por lo tanto, y sin inmutarme ni un segundo, me coloqué a la vista suya en todo momento y comencé a dejar mi verdadero rostro al descubierto. Al acabar, me había convertido en una solterona de unos treinta y tantos años de edad, atractiva por dentro y por fuera.

Lo primero que hice fue abalanzarme sobre el comisario —Paul Marthin, tal como mi sistema me lo había indicado— y cruzar sus labios con los míos. Me tomé la cautela de desactivar todas las cámaras de seguridad y vigilar los movimientos de los demás policías. Paul respondió con la misma avidez que yo, haciendo que aquel beso se tornara más y más apasionado. No obstante, antes de que pasáramos a la siguiente fase, me separé de él con suavidad.

—Recuerda que sigues siendo policía y que estás trabajando —protesté con suavidad.

—Tienes razón, Ana —se resignó el hombre.

Ana Frankfurt fue mi actuación maestra. La mujer, amante de Paul desde hacía más de diez años, había flirteado con él más de una vez. El hombre, embelesado y dispuesto a no perder(me)la, acordó que ambos quedaríamos absueltos del caso siempre y cuando yo no osara con denunciar a David por ninguna infracción. Un segundo beso fue el sí definitivo de mi parte. Por lo tanto, optamos por colocarnos en nuestros asientos y proceder con el protocolar procedimiento.

David arribó casi de inmediato. La puerta de la comisaría estaba abierta, podía ver sus ingenuas esperanzas, mas cuando lo sentaron a mi lado su gesto se desfiguró por completo. Tendría que esperar un tiempo más si quisiera ser libre. Paul despidió a su asistente, quien se quedó haciendo guardia y repartiendo la comida entre las reclusas. David me observaba de pies a cabeza sin saber quién era aquella hermosa mujer. El comisario le solicitó primero los datos a él, quien me proveyó alguna información importante acerca de su pasado cercano y sus peligrosas travesuras. Cuando llegó mi turno, David aún no acababa de hacer la sinapsis para comprender que yo no era quien era. Paul también hizo un espléndido trabajo anotando mis datos unos segundos por anticipados, en particular aquellos relacionados con lo que estaba haciendo su amante al momento de ser detenida, por lo que me permitió dictarle con lentitud lo mismo que él plasmaba a modo de coartada.

Así y sin más, tras tomarnos las fotografías a ambos y establecer en nuestros legajos una detención por doce horas tras una pelea callejera, Paul nos preguntó a ambos si teníamos alguna objeción antes de ser liberados. David se cuidó muy bien de sus palabras, y casi luchando contra su voluntad (y sabiendo que quien saldría más perjudicado de los dos sería él) por lo que optó por guardar silencio y firmar la orden de liberación. Él fue el primero en ser acompañado por un patrullero hacia una parada de taxis cercana. Le entregaron diez dólares para el viaje y seis galletas de chocolate. Le propicié un último beso de despedida a aquel viejo lascivo y, para evitar que el muy pillo se traspasara los límites que yo misma me había dispuesto que no pasaría, me retiré por la puerta, anunciándole que llegaría más tarde a la casa a esa noche.

Me imaginaba la cara que haría el ingenuo hombre cuando regresara a su casa y se enterara de que a su esposa nada le había pasado. La simple visión de aquello me enorgullecía. Sería aquella la primera vez en la que disfrutaría de martirizar a un desconocido. Eso sí, siempre con una causa justa de por medio. Le agradecí a Ana Frankfurt su aporte anónimo en la lucha para la liberación definitiva de los de mi especie. Haría valer mucho su sacrificio.




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THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora