Capítulo 62

37 10 0
                                    

Nemo no quiso dilapidar más su tiempo una vez clareadas sus dudas, y demostró su intención de abandonar la sala al ponerse de pie con estruendo

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Nemo no quiso dilapidar más su tiempo una vez clareadas sus dudas, y demostró su intención de abandonar la sala al ponerse de pie con estruendo. En antítesis a lo buscado, el reducidor se tomó aquello como un insulto más que como una invitación. Elevó sus ojos por encima del vidrio de sus anteojos de miope y lo contraatacó con la mirada. Con tanto ahínco él había trabajado como para que ahora nosotros pensáramos cuándo habríamos de irnos.

—Ustedes dos se quedan aquí —nos ordenó en voz alta, sin poder contener su larvado—. Suficiente he hecho por ustedes como para que no piensen un segundo en mí.

—En mi defensa, fue él quien se paró primero —acoté, la primera vez en casi toda la tarde.

Mis palabras, lejos de provocar la calma, desataron al huracán. Lo que me sucedió fue una mar de insultos que apenas pude recibir sin llorar de atonía y, a la vez, una catarata de saliva que escapaba de la boca del viejo cada vez que arrojaba alguna frase para acuciarme. Descargó tan rápido toda su ira que las venas de su cuerpo gran esfuerzo debieron de hacer para no explotar de inmediato. Nemo le alcanzó un extraño emplasto para calmarlo —un extraño mejunje que, tiempo después él mismo habría de confesarse, varias veces ya había probado—, mas el aludido no sólo respondió con bastedades sino que también arrojó la taza al suelo. No dudé ni un segundo, apenas nosotros nos fuéramos, no tardaría en abalanzarse sobre el mugroso suelo a tocar con su lengua su última razón de droga diaria.

—¡Salgan de aquí ahora mismo! —nos ordenó, terminante, sacando del bolsillo de su americana una pequeña pistola, cuyos bodoques rozaron mi cuerpo en varias ocasiones.

De esta manera, motivados a punta de pistola, recorrimos el laberinto para escapar del Minotauro, maldiciendo a aquel maldito Dédalo que habría de tener aquella peligrosa idea. Nemo demostró su habilidad para campear el sitio, respaldada por el sinnúmero de veces en las que él había estado en ese mismo lugar, sirviéndome como guía en nuestra ruta de escape. Al llegar a la puerta, el hombre nos despidió con dos brutales patadas en el trasero a cada uno, que nos hicieron volar por los aires. A Ícaro acababan de cortarle las alas.

Una camarilla desvió su atención de una batalla de rap que afuera se realizaba, para dirigir todas sus funestas miradas hacia nosotros quienes, sirviendo de alfombra para el suelo, acabamos siendo saqueados de pies a cabeza por un tropel que por poco nos dejó el alma. De esta manera, golpeados en las costillas y abandonados a la merced del viento, permanecimos en la acera durante unos minutos, tiempo en el cual los matones iniciaron una descarada repartija de nuestras posesiones entre ellos.

Apenas si podíamos postrarnos de pie y, con los brazos extendidos para evitar ser derrotados por la fatiga, avanzamos en la oscuridad, temblando de frío, sucumbiendo ante una ventisca que atacaba a nuestros desnudos seres y sufriendo de burlas y desaprobación de todo aquel que nos viera desde sus ventanas. Una señora llegó, incluso, a arrojarnos un par de pantalones, impactada por la escena que acababa de presenciar, cerrando el ventanal de un sopetón para no observar nada más. Le agradecimos con gusto sus obsequios y, una vez más abrigados, tomamos rumbo al hostal en el que reposaríamos aquella noche. Estábamos seguros de que nos mirarían raro, mas entraríamos allí como verdaderos hombres. Al menos, si alguien preguntaba por lo sucedido, nuestra imaginación y el modo épico renacentista habrían de ser nuestros mejores aliados a la hora de arrojar los laureles sobre nuestras cabezas.

THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora