Capítulo 37

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Una vez en casa, bastante sunvertido tras la llamada de Nemo, no hice más que encerrarme, hermético, en mi habitación, refugiándome en la soledad y el silencio

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Una vez en casa, bastante sunvertido tras la llamada de Nemo, no hice más que encerrarme, hermético, en mi habitación, refugiándome en la soledad y el silencio. Estaba claro que aquellos sujetos eran pertinaces, mas no dejaría que arruinasen mi vida por completo. En primer lugar, y para dejar el papel de presa asustada y convertirme en predador, asimilé la situación y debí admitir que necesitaba ayuda. A partir de allí debía encontrar a mi primer aliada; nada menos que la quisquillosa de Joe Red. Pero, esta vez, no hablaría con ella desde mi celular.

A la mañana siguiente amanecí temprano y me la pasé deabulando por la calle, en mi búsqueda recalcitrante de un teléfono público. Él mismo le sería imposible de rastrear a los matones, salvo en caso de que hubieran pinchado todas las líneas telefónicas de la ciudad (aúm no había conseguido descubrir cuáles eran sus límites). En fin, llamé a la detective y poco a poco fui vaciando un tarrito de monedas de cincuenta centavos que el ancestral aparato devoraba sin cesar.

—Habla Joe, ¿quién anda allí?

La puse al tanto de todas las peripecias con adagio y sin perder el hilo conductor de la narración. Ella suspiró a veces, susurró en otras, pero nunca dejó de escucharme.

—¿Y ahora me vienes con esta otra historia? Primero, una novia clon psicópata que mata por placer... ¿Y ahora unos maniáticos que lo persiguen y le pinchan el teléfono para robarle información a su tío? Le juro que si sigue burlándose así de mí, este asunto pasará al juez correspondiente.

—¡¡Debe creerme!! —exclamé, asaz, tan fuerte que varios transeúntes se frenaron para observar al maniático que gritaba desde la cabina.

—Muchas gracias por comunicarte con la policía —fue lo último que dijo antes de cortar.

Al salir de allí, varios curiosos salieron corriendo con sus cámaras y se reían cada vez más cuando se alejaban de mí. Estaba en crisis y, si no conseguía salir de ella en poco tiempo, me vería obligado a terminar con mis problemas de otra manera.

El clima distaba mucho de ser el de la estación canícula que nos sucedería a una primavera helada. Caminé sin levantar la cabeza todo el recorrido, con el cuello de mi saco levantado para ocultar mi impotencia. Regresé a casa cerca de las diez. Sabía que mi madre me reprendería el haber faltado a la escuela hoy (burlarla, fue el término exacto que utilizó). Una vez que el sermón acabó, ella se fue al trabajo y yo me quedé vagando por las habitaciones, como si no tuviera nada productivo que hacer —de hecho, sí tenía algo que hacer: estudiar para el examen de Biología para el día siguiente—. Los sistemas del cuerpo humano podían esperar un rato más.

Cerca del mediodía el cartero arrojó el periódico del día. Jugué al tira y afloja con mi perro para quitárselo antes de que lo convirtiera en papel picado; por fortuna, no se mostró tan garoso como de costumbre, por lo que pude recuperar todo en una sola pieza.

Estudios afirman que los jóvenes tienden a ser más tanatofóbicos que los ancianos, que ya tuvieron tiempo para disfrutar de su longeva y feliz vida. Por lo tanto, y bajo ese pretexto, llegué a la última página del diario, en donde un gran letrero rezaba: Avisos fúnebres. Ojeé el ingrávido diario y bajé uno a uno por todos los nombres de los fallecidos. Éstos iban desde niños pequeños hasta abuelitas de lo más simpáticas. Pero el penúltimo de los anuncios, el vigésimo noveno, me dejó atónito:

THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora