Capítulo 82

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Si bien yo procuraba calcar a la perfección cada gesto y movimiento de quienes trabajaban allí, estaba seguro de mi fracaso inminente; es más, ni bien me alejé de la cáfila maldije mi decisión de haberme abandonado a la intemperie

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Si bien yo procuraba calcar a la perfección cada gesto y movimiento de quienes trabajaban allí, estaba seguro de mi fracaso inminente; es más, ni bien me alejé de la cáfila maldije mi decisión de haberme abandonado a la intemperie. No obstante, no podía desaprovechar mi única oportunidad. De esa manera, ingresé en el recinto saludando a los guardias y dándoles un beso en los carrillos a las secretarias, no fuera cosa de que mi carestía de modales los sorprendería más. Me percaté de que la amabilidad es una llave que abre muchas puertas, más que el hecho de mostrarse cargante. De esa misma manera, ninguno se atrevía a decirle palabra alguna a un joven de cariz alegre y motivador.

Con asiduidad, y casi disfrutando de mi nuevo personaje, me mezclé entre ellos, conversando en un tono siempre gentil y nunca cáustico, llamándolos por sus propios nombres -las propias tarjetas que pendían de sus camisas los delataban- e incomodándolos cuando no recordaban el mío, lo que me permitía dibujar una historia alterna, refugiándome tras un alias, un Don Nadie, un chinguero al que ninguno recordaba pero todos apreciaban. De este modo, saludé a Celeste, la secretaria, por su propio nombre y le pregunté por su hijito -había alcanzado a columbrar sobre su reciente criatura, que ponía tan embobados a todos-, para después solicitarle una cita con el conspicuo doctor, recibiendo a cambio una reunión dentro de dos horas. Le agradecí y permanecí sentado sobre un patio, en soledad, sin enredarme en desavenencias ni levantando la vista de mi libro de cuentos cortos que había intercalado entre mis folios. De esta manera, abandoné a mi personaje dicharachero, no fuera a ser cosa que me metiera en problemas por tanto hablar. El tiempo se me pasó volando por culpa de aquel autor díscolo, que tanto se empeñaba por abandonar la ingeniería narrativa antigua para crear verdaderas obras de arte.

Por fin, la joven pudo dirimirse de mí (justo cuando ya estaba por desconfiar). Anunció mi apellido en voz alta y se percató de que nada estaba bien. Mi incipiente barba podría confundir a cualquiera, pero aquella no era por nada la más ponderada del grupo. Me interrogó sobre mi parentesco conmigo mismo (véase la ambigüedad) tildándome de echador y desagradecido, esperando que, en la provocación, reaccionara yo con la verdad. Su intento fue en vano y mi sonrisa era la el reflejo perfecto de su ira embozada. Se engalanó el saco, plisándolo con las manos, para regresar a su puesto con una coartada inverosímil hasta para ella.

Una vez que ingresé en la sala de negocios, me sorprendí por la magnificencia que presentaba. En el centro de la pared blanca más visible se encontraba un cuadro de gran dimensión, el que exhortaba a quien lo viera, alegando «Salud, dinero, amor y NEGOCIOS». Me extrañó que la segunda palabra no estuviera enmarcada en oro, dando de esta manera una versión altruista del propio doctor (ahora también empresario, porque no hay ciencia que no esté motivada por el dinero). Me senté en mi sitio y, al esperar una cantidad exigua de tiempo, se apareció el propio Helling en persona. Le estreché la mano con una sonrisa, contribuyendo a la lisonja que tanto me había caracterizado durante el día, destacando algunos artículos de ciertas gacetas en donde su actuación era fenomenal. Él aún no podía comprender la causa de mi amabilidad y, extrañado, comprobaba a cada segundo mi brazo, no fuera a ser cosa que algo me hubiera picado, convirtiéndome en aquel bicho raro que se alzaba ante sus ojos.

El hombre que más supo prestarnos atención fue un tal Will Johnson, dueño de una empresa bancaria muy importante, quien nos atendió a Clark y a mí en una pequeña oficina durante una visita a la ciudad, extrañado por lo que dos jóvenes serían capac...

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El hombre que más supo prestarnos atención fue un tal Will Johnson, dueño de una empresa bancaria muy importante, quien nos atendió a Clark y a mí en una pequeña oficina durante una visita a la ciudad, extrañado por lo que dos jóvenes serían capaces de proponerle. Estaba acostumbrado a tratar con grandes negocios, inmensos lobbys que movilizaban a toda su militancia, estimulados por fajos de billetes, por lo que su idea de obtener beneficios inmediatos fue dominante en toda la conversación.

Clark, quien se había ofrecido a acompañarme alegando tener grandes habilidades persuasivas, fue el primero en exponer el tema, sin proporcionar datos alguno sobre cifras, concentrándose más bien en los términos jurídicos, de esos que tanto habría de usar una vez que ingresara dentro de la universidad. El magnate lo escuchó, impertérrito ante la fabulosa propuesta, esperando que en algún momento Clark hiciera la pregunta mágica, el disparador.

-¿Estaría usted de acuerdo con financiar nuestra campaña? -arrojó, por fin, a quemarropa.

El aludido se enderezó sobre su asiento y revisó algunas de sus notas. Fiel a su carácter burocrático, había analizado fortalezas y debilidades de nuestra proposición, oportunidades y amenazas. Daba demasiado vuelta en torno a las terceras, cuyo casillero permanecía vacío. Clark no dejaba de mirarlo con fijeza a los ojos; yo decidí que una mirada penetrante es mejor que dos, por lo que opté por dar una leve tosecilla.

-En fin, -anunció Will- no han dado cuenta de cuáles serían mis beneficios si me decidiera a ayudarlos. Comprendo su entusiasmo, pero quizá lleguen más lejos luchando por su cuenta. Ni siquiera la ONU los apoyará en forma desinteresada... -se llevó a la boca su taza de café humeante-. Esto de los clones no es una prioridad, ni siquiera nadie ha pensado en esto antes que ustedes y me parecería una quimera contrariar a una compañía que se encuentra ahora en la cresta de la ola. En el mundo de los negocios la realidad es ella: o te dejas llevar por la corriente o acabarás hundido -concluyó, con gran culpa.

Regresamos a casa con los brazos bajos y la dignidad por los suelos, tras otro previsible rechazo. Me reconfortaba la idea de haber sido escuchados por más de cinco minutos -cosa que ninguno de los otros hombres hizo- y atribuía mi esfuerzo a la gran oratoria de Clark. Nuestros amigos, quienes regresaban del trabajo, se mostraban emocionados frente a la noticia que podríamos llegar a darle.

-Will he help us? -nos inquirió Lusmila.

-Más bien llámalo Won't -fue mi única respuesta.

No había otra forma de defender a los de mi especie de la crueldad humana. Había agotado todos los medios pacíficos, aunque sin resultados. Era hora de que la sangre volviera a derramarse en pos de la verdadera libertad.






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THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora