Capítulo 134

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Más allá de referirse a un sinfín de triunfos de la organización —los cuales, a decir verdad, eran logros de poca monta que no se aproximaban siquiera a su idea de adueñarse del mundo— y dar una cátedra perfecta sobre cómo adoctrinar a la gente ma...

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Más allá de referirse a un sinfín de triunfos de la organización —los cuales, a decir verdad, eran logros de poca monta que no se aproximaban siquiera a su idea de adueñarse del mundo— y dar una cátedra perfecta sobre cómo adoctrinar a la gente maleable, rescatando el contenido, la clase fue tan monótona como el mismo tono de voz que el docente sostenía, mientras recorría la sala mirando al piso, sin modular las palabras ni hacer un intento para que sonaran inteligibles, nada presuroso, evitando el contacto visual con los alumnos. Unos cuantos trapichearon y consiguieron abandonar el salón tras simular necesidades urinarias, contra las que el profesor no podía hacer nada al respecto. Los más educados simulaban estar abducidos por las explicaciones, mas de vez en cuando emitían unos pequeños bostezos, escondiéndose detrás de sus cuadernos para evitar ser vistos, ignorantes de que aquel hombre tenía que preocuparse demasiado por su renguera que por escrutar qué diablos hacían sus alumnos.

De pronto, los alumnos que se habían esfumado regresaron con prisa, como empujados por una fuerza diabólica, aquejados por el temor, se colocaban en sus respectivos pupitres, resollando con fuerza al inhalar y exhalar. El viejo fue reemplazado por su lugarteniente; un hombre mucho más larguirucho como estricto que nos fulminó apenas entró. Los colegas se despidieron con un apretón de manos, el viejo le murmuró a la oreja a su compañero unas palabras incongruentes y abandonó el salón.

La nueva cátedra distaba mucho de ser similar a la anterior y, tal como se nos había informado, acabaría a las nueve y cuarto, quince minutos antes de la cena y una hora antes de dormir; de hecho, resultó tan interesante que el orador no debió emitir ninguna andanada contra nosotros y disfrutaba de un expectante silencio. Inició, por lo tanto, con una pequeña demostración con la cual nos enseñaría a inocular terror en los demás. Sopesó durante unos segundos cuál sería la mejor manera de iniciar, hasta que se decidió por dirigirse pupitre a pupitre para maniatarnos ambas manos con gran fuerza a fin de volverlas inútiles para todos nosotros. Los más ansiosos procuraron deshacerse de inmediato de las cuerdas, con resultados desalentadores. Una vez que todos estuvimos bien sujetos, nos dirigió unas palabras, las primeras que oiríamos salir de su boca.

—Les enseñaré a que la mente humana es más bien tendenciosa y que nos dejamos engañar con facilidad —dirigió su mirada hacia el auditorio, el cual aún forcejeaba con las sogas—. Como habrán notado, llevan sus manos atadas en un nudo irresoluble y este lugar se encuentra estanca, por lo que nadie que no tenga la llave no podrá salir.

Como respuesta a sus palabras, presenciamos cómo el cerrojo se descorría y hacía su aparición un hombre cubierto de pies a cabeza con una túnica blanca, que apenas dejaba ver sus ojos. Hurgó entre sus vestidos y tomó la ametralladora que llevaba oculta, y nos dirigió el cañón a nuestras frentes. El sonido de los dientes cerrándose y abriéndose a gran velocidad produjo un clac clac que daba cuentas de nuestro temor. El capitoste parecía encantado de ver a sus alumnos sufrir, lo cual no hacía más que confirmar sus teorías. Disfrutaba de vernos rezumar y empapar así la única ropa limpia que teníamos para ponernos. Su pequeña exhibición parecía a punto de causar uno de los estropicios más grandes que el edificio habría sentido jamás.

THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora