Capítulo 32

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—Acompáñeme a nuestra sala de interrogatorios —solicitó Joe, mientras guardaba su llavero de Torre Eiffel con el que había jugueteado toda la conversación en su bolso

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—Acompáñeme a nuestra sala de interrogatorios —solicitó Joe, mientras guardaba su llavero de Torre Eiffel con el que había jugueteado toda la conversación en su bolso.

Procuré mantenerme lo más obsecuente y al margen del asunto posible. Ya bastante mala espina me había traído su visita y no quería que se convirtiera en cardón. Me despedí de mi madre con un beso. Ella no dejaba de reclamar a gritos a un abogado, mientras sus rimbombantes perlas se mecían por el escote de su blusa cual péndulo.

—No pasa nada —le aseguré—. No tardaré.

La detective le lanzó una mirada despectiva de reojo y apretó mi muñeca con su brazo, hasta arrastrarme hacia su espectacular automóvil de último modelo. Me recordó ponerme el cinturón y me colocó en el asiento trasero, subió la música (el álbum completo de dos jóvenes cantantes españoles) y se calzó unos lentes de sol que incrementaban la altivez de su figura. El resto del viaje transcurrió con cánticos a media voz muy afinados y frecuentes bocinazos e insultos a todo aquel que se le interpusiera en el camino.

Bajamos en la comisaría número diez del distrito, estacionando el vehículo en una cochera improvisada, sucedánea de la otra, tres veces más grande, que se encontraba en reparación. El ruido frenético de sus tacos aguja arremetiendo contra el piso mantuvo mis nervios en punta hasta entrar en la central de policía.

Joe no se preocupó en saludar a sus compañeros; entró como un tornado en su oficina y me pidió que me quedara en la sala de espera un momento mientras ella ordenaba todo el trastero. Ojeé unas cuantas publicaciones que encontré en un revistero de mimbre, que no hicieron más que aseverar mi calidad de zafio en lo que famosos se refiere.

—Pasa —gritó ella desde adentro, con muy poca educación.

Lo que me había imaginado como una sala oscura iluminada con una única lámpara que alumbraba una silla solitaria me hizo comprender que nada de lo que se ve en las películas es real. En cambio, la oficina estaba atestada de archivos de todos los tamaños etiquetados con marcador permanente: secuestros, homicidios, rapiñas, asaltos; iluminados con la tenue calidez de un tubo fluorescente algo antiguo y un ventilador de pie tan antiguo como inútil. Joe tomó la carpeta de homicidios y comenzó con el interrogatorio.

—Si tuvieras que describir tu aspecto, ¿cómo lo harías? Y déjate de chorradas que esto es algo serio, ¿comprendes?

Asentí y contesté su primera pregunta.

—Alto, de un metro ochenta, pelo castaño, ojos verdes, delgado —concluí.

—¿Sabes que tres testigos dieron esa misma descripción sobre el sospechoso que vieron por la casa de Ofelia?

—A decir verdad, considerando todos los parámetros, no dudaría en afirmar que más de un millar de estadounidenses encajan en ese informe. Tiene que haber algo más... ¿Y cuál dicen que es mi móvil?

THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora