Capítulo 55

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La encargada, una joven tan delgada como un mondadientes de modo tal que temí que colapsara con el sólo hecho de hablarle, nos recibió con una sonrisa también raquítica

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La encargada, una joven tan delgada como un mondadientes de modo tal que temí que colapsara con el sólo hecho de hablarle, nos recibió con una sonrisa también raquítica. Con su largo flequillo y sus grandes dientes temí confundirla con el mismísimo Rocinante. Si su enigmático dueño se apareciera reclamando por su afamado rocín, les aseguro que no me habría sorprendido en lo más mínimo.

—Dos pasajes de primera línea para Washington DC —solicitó Nemo, extendiédole para tal fin una tarjeta de crédito, para luego dirigirse hacia mí para agregar en voz baja—. Invita nuestro misterioso jefe —me guiñó el ojo.

La joven computó los datos correspondientes y, por milagro, la tarjeta nos abrió las puertas. Mientras recibía el boleto, me tomé unos segundos para meditar acerca de mi situación: alejado de mi madre quien, fiel a su carácter sobreprotector, debería estar poniendo patas para arriba a todas las fuerzas policiales en mi búsqueda. Además, y tampoco era poca cosa, me encontraba junto a un malhechor buscado a nivel internacional, a instancias de sobrevolar medio país en un avión, siguiendo las órdenes de un superior anónimo e imperativo. Mas estaba dispuesto a llegar al fondo del misterio de mi tío y su extraño colgante, costara lo que costase. Asimismo, me veía más obligado que motivado por causa propia en la empresa.

Al percatarme de que era imposible regresar atrás o retractarme de mi estúpida decisión de abandonar mi incómoda vida, no supe cómo responder. Había abandonado a toda mi familia en la persecución de una utopía irrealizable e inútil. Había confundido el olvidar un amor fallido con el amor de una madre y ese era, sin dudas, el peor error que había cometido en varios años. No obstante, decidí continuar mi odisea con la cabeza en alto, sin olvidarme nunca de aquellos que teniéndolos tan cerca, tan lejanos se veían ahora. No es fácil olvidar, no es fácil recordar tampoco. Mi vida se encontraba en una encrucijada rayana a la locura, y no había remedio para curarlo.

El vuelo se anunciaba desde los altavoces, la misteriosa mujer manejaba el tráfico de todos los pasajeros que pululaban por el sitio. Un hombre de modales rudos me lanzó un codazo, haciendo trastabillar una bandeja de pasta que yo sostenía y de la cual cuyos restos acabaron formando parte de mi remera, víctima de la explosión de comida, tras lo cual el hombre ni se esforzó en esbozar siquiera una disculpa.

—Hasta en mi ambiente pedir perdón no es algo recurrente, pero sí apropiado —acotó Nemo, tras criticar con rudeza la actitud del tipo.

No obstante, una encargada me proporcionó una toalla y una remera vieja, deshaciéndose en disculpas, como si ella misma hubiera sido la responsable de todo aquello, y embarcamos sin grandes inconvenientes.

A las cinco y dos minutos, según mi reloj de pulsera, arribamos a la aeronave y fuimos guiados hacia nuestros asientos. Miradas curiosas se alzaban a lo largo de las filas para observar, impudorosas y sin el más mínimo sentido del disimulo, el contraste que representábamos los dos: el joven ricachón y el rudo rufián. Recliné mi asiento, me calcé mi almohada y me recosté unos momentos. Nunca antes me había dormido durante un vuelo; es más, constituía este el único sitio en el que desplegaba mis plegarias, llegando incluso a terminar dos vueltas del rosario en menos de una hora, mas en aquellos instantes mi cuerpo pedía descansar y, sobre todo, olvidarse de la horrible situación en la que me veía inmenso. Tenía una vaga esperanza de que el mundo del sueño me desconectara de la realidad y, en especial, me conectara con aquel yo pasado, tan embarrado y oculto tras una personalidad grotesca y despreciable. Y de ese modo entré en la somnolencia, con el deseo latente de que, al despertar, regresara a la condición de Jeckyll que hasta yo mismo extrañaba.

 Y de ese modo entré en la somnolencia, con el deseo latente de que, al despertar, regresara a la condición de Jeckyll que hasta yo mismo extrañaba

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—Pobres jóvenes, tan inocentes, tan jóvenes —inició el tipo, con el fierro cargado en una de sus manos—. Podría considerarse un bonus el hecho de haber considerado burlar a una mujer biónica —fue el único que se rió de su propio chiste.

Sus dos acompañantes, con el torso semicubierto, apuntaban a la cabeza de mis amigos, dejando en manos de su jefe lo que ellos mismos se dieron el gusto de llamar «La jefa». Se hallaban alineados en una fila impenetrable, flaqueándonos el paso. Pese a todo, no estaba dispuesta a irme de allí sin recibir varias respuestas antes.

—¿Qué quieres de nosotros? ¿Tan desesperado te encuentras para manifestar a un grupo de jóvenes para quitarles la vida? Acabas de caer demasiado bajo —lo acusé, en un tono con el cual uno de los oficiales decidió sujetarme los brazos a la espalda, para evitar cualquier truco.

—No existe mucha diferencia entre nosotros —inició él tras un largo silencio—. En definitiva, todos los que aquí nos encontramos pensamos que la mejor forma de acabar con todo es partir de la violencia. Tu condición de púbera no exime tus crímenes, los acrecienta. ¿Qué diferencia dices que existe ahora ante dos personas que se regocijan de ver correr la sangre de otras? Te aseguro que nuestras semejanzas podrían sorprenderte en grado sumo —concluyó él, goando de mi silencio, el cual no hacía más que confirmar la razón que tenía al expresar aquello.

—Ahora que ya has dejado en cuenta de lo que piensas sobre mí, exijo a cambio una explicación sobre nuestra situación. ¿Qué es lo que quieres? —insistí, algo ofuscada.

-La respuesta es muy sencilla y el móvil el más evidente de todos: el dios dinero es capaz de conseguir todo lo que te propongas.

-¿Piensas valuarnos? Yo por ti no daría ni medio céntimo -contraataqué, con ironía.

—Yo, por el contario, pediría unos cuantos miles de dólares —me refutó, largando una carcajada que acabó fusionándose con una tos ronca, producto de un producto extraño que más tarde lo encontraría fumando. El humo que cubría el ambiente, al que yo había atribuido a una neblina ocasionada adrede o a consecuencia de la quema de incienso, se refería a la mezcla de hierbas que se hallaban presentes.

Los plebeyos nos amarraron de brazos y piernas con sus poderosas sogas, con una fuerza tal que mi piel se quemaba por el sólo contacto. Por desgracia para mí, se hallaban entrenados lo suficiente como para hurgar en todos los sitios en donde nadie imaginaría que se podría esconder un arma y, a consecuencia de su astucia, acabamos débiles e indefensos como corderos en las manos de nuestro captor. Me vi obligada, además, a latigazos, a revelar nombre y dirección de nuestros amigos, a quienes se les exigiría la módica suma de doce mil dólares, más que toda la fortuna que habíamos recaudado tras un mes de intenso trabajo.

Para prolongar más nuestro sufrimiento, el malvado y salvaje sujeto se contactó por vía telefónica con Susana dando muestras, con escasa caballerosidad, de aquello que estaba dispuesto a exigir. Volver a escuchar la voz de aquella anciana llena de várices de tanto caminar, me provocó un contraefecto bastante peculiar: por un lado, el alivio infaltable de sentir su presencia, aunque sólo fuera mediante ondas y a miles de kilómetros de distancia; por el otro, el temor de que otra de las personas a las que yo más amaba se hallara, ahora más que nunca, por mi culpa y la de mi empresa irrealizable.




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THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora