Capítulo 52

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De pronto, en medio de nuestro escape gutural, una zancadilla se interpuso en mi camino y se oyó el sonido de mi mandíbula al estrellarse contra la cubierta del barco por todo el Océano Atlántico

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De pronto, en medio de nuestro escape gutural, una zancadilla se interpuso en mi camino y se oyó el sonido de mi mandíbula al estrellarse contra la cubierta del barco por todo el Océano Atlántico. Estábamos en problemas; o al menos eso deberíamos de suponer en forma taxativa: si un tipo de dos metros de largo se para enfrente tuyo y te hace gestos obscenos con la mano, no creo que quiera compartir el bote contigo.

—¿Adónde creen que van? ¿Acaso ahora los peces escapan de sus cárceles?

Su voz, tan ruda como sus ademanes dejaban muy en claro sus intenciones; aquél no estaría dispuesto a dejarnos escapar. De hecho, pese a mi cuasi vahído, me percaté de que no había considerado alertar a los demás, lo cual afirmaba una sola cosa: si lo hacía en secreto es porque nadie más sabía de la embarcación. Por lo tanto, sin importarme el sopetón que me daría Nemo por hundir nuestros planes —en algunas ocasiones prefiero usar los chistes negros— ni tampoco su posterior sofoco a consecuencia de mi fracaso, hinché mi garganta con las pocas fuerzas que me quedaban, abrí mis fauces para gesticular lo mejor posible con la única ayuda de mi hilera de dientes superior (la única sobreviviente de la caída) para proferir un grito desesperado:

—¡¡Todos a los botes!! ¡¡Todos a los botes!!

El ambiente surto que presidió al griterío general confirmó el éxito de mi empresa. Cientos de pasajeros, guiados por una frase aislada, se arrancaron los vestidos, recorrieron la embarcación de una punta a la otra e incluso se arrojaron a la mar buscando aquel pequeño pedazo de madera aún intacto, sinónimo de vida y libertad. La tesón de algunos, combinada con la desazón de Nemo conferían en un espectáculo brutal, del cual el principal herido no sería otro más que yo mismo.

El tugurio en donde nos mantuvieron como reos ya se hallaba bajo el agua cuando mi compañero se dignó por dedicarme su primera mirada de enfado. Sus músculos se tensaron y su ubérrima sangre comenzó a correr tan rápido que los latidos de su corazón salían desbocados de su garganta, cual palabras mal habladas. Sólo la promesa realizada con un ente mayor, su dios todopoderoso y omnipresente, lo uncía para que no sacara a flote sus impulsos de muerte.

A la distancia se observaba como varios viandantes fotografiaban la situación para las noticias, siendo que ninguno de ellos hizo cosa más útil que propagar el chisme y llamar a otros de los de su especie los cuales, amontonados como hormigas, presenciaban un espectáculo que habrían deseado que se repitiera mil veces, pero con ellos fuera. Varios miembros del barco, exhaustos por sus vanos esfuerzos, se limitaron a vituperear contra aquellos testigos de piedra con la última fuerza que les quedaba a sus pulmones.

Una walkiria se había colocado en la parte más alta de la embarcación, rodeando a su xocoyote, aún bebé, inconsciente del peligro que presenciaban aquellos ojos saltones. Los más veloces, que se habían creído inteligentes a la hora de reclamar por un puesto en la embarcación, carcomidos por la furia, se hundían ahora junto al resto de los tripulantes, quienes, en su conjunto, podrían haber ocupado trece botes más, maldiciendo algunos y encomendándose otros.

No obstante, en medio de la desesperación general, y en mi único vicio de yantarme las uñas, permanecía a mi lado el impasible de Nemo. Sus ojos, escrutadores de la situación, no se acobardaron frente a la situación que presenciaban; es más, su cabeza bien en alta y su esbelta figura parecían sacadas de una estatua. En ese momento se me vinieron a la mente dos hipótesis: o aquel hombre estaba loco, o tenía una gran idea que nos sacaría de allí sin una yaya. Me temía, y mucho, que esto último no era posible. A menos que Nemo se dispusiera a romper los límites una vez más.

La zahúrda que se autodenominaba hotel en aquella maldita página de Internet, no era más que una pocilga minúscula compuesta de tres monoambientes individuales, de cuyas mesas y camas de lujo ignorábamos, cayendo en la burla a la que es tan simple...

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La zahúrda que se autodenominaba hotel en aquella maldita página de Internet, no era más que una pocilga minúscula compuesta de tres monoambientes individuales, de cuyas mesas y camas de lujo ignorábamos, cayendo en la burla a la que es tan simple de realizarle a un zagal. Los servicios de comida se constituían por un plato frío de lentejas medio crudas y un líquido medio amarillento que ellos hacían llamar agua aunque la parte inodora, incolora e insípida con la que tanto nos molestan en la escuela no estaba presente.

Estella fue la primera en demostrar su descontento, gritando de asco frente a un zorrón putrefacto que sus buenos años debió de haber tenido allí, el cual ocupaba su lugar en el nicho de paja y adobe en el que se recostaría. Agregó también la falta de suspicacia y la ingenuidad infantil con la que habíamos caído en su trampa. Ahora el matrero señor que tan inocente parecía al principio se bañaba en sus cuarenta billetes, mientras que nosotros, recostados en el piso, procurábamos sortear cortes con vidrios desperdigados por el suelo de tierra y los raspones de los kilos de paja que se alzaban a nuestro alrededor. Aquella noche, la más larga de mi corta vida, aprendí que uno no sabe todo lo que tiene hasta que lo pierde. Allí, hediendo como monos, nos vimos forzados a cerrar los párpados y descansar.

A la mañana siguiente, la facilidad con la que se despertó Thiago no me resultó extemporánea; es más, llegué incluso a inculparme por su insomnio y los pequeños cortes que atravesaban su espalda, de los cuales ni se quejó ni tampoco profirió palabra alguna.

—Adelante —lo incité— obedece a tu carácter desmandado y muestra tu contumacia hacia mí, única responsable de lo que tienes allí detrás.

Él, sin mostrarse cohibido en absoluto, se tomó unos segundos en clarear su voz.

—No te martirices, primero has de morir para hacerlo. Espero que eso no suceda tan pronto como algunos quieren y, aunque así lo sea, no tendré inconveniente de armarme a tu lado ni de soportar innumerables obstáculos que servirán para acrecentar nuestro temple. No temas por mí, seré la última persona en decepcionarte.

Y con esas hermosas palabras, capaces de sanar cualquier daño, nos dispusimos a tomar el desayuno. Un café algo aguado y dos tostadas para cada uno constituyeron todo en cuanto pudimos ingerir, sabiendo que aquél que nos proveía no le era avaro al vino ni al buen comer. No obstante, con el estómago relleno de obstinación saciamos nuestra hambre real, para concentrarnos en otra igual de verídica pero de mayor importancia.

—Es hora de encontrar a Mónica y unirla a la pandilla —comencé—, y sé exactamente en dónde debemos buscar para encontrarla.



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THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora