Capítulo 50

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Nemo garabateó un par de notas en su desvencijado cartapacio y lo cerró de un sopetón al instante

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Nemo garabateó un par de notas en su desvencijado cartapacio y lo cerró de un sopetón al instante. Luego, se acercó hacia mí caminando con impericia, lo cual confirmó mi dialéctica de que un posible disparo había logrado herirlo, y me susurró unas palabras al oído, cual si estuviera demasiado seguro de que alguien estaba tras nosotros, dado a la cautela de su tono.

—Tenemos órdenes superiores de asistir al Puerto Municipal, muelle quince dentro de una hora. Allí recibiremos las próximas instrucciones —me glosó.

—¿Tenemos? —lo interrogué, percatándome de que podría ser una encerrona para librarse de mí.

—No hay tiempo que perder —concluyó él, jalándome del brazo para que lo siguiera y, tras mis vanos intentos para desasirme de sus brazos, comencé a correr a la par suya.

Penetramos en el frugal pasadizo por segunda vez, esta vez, se parecía más a una sala de estar eterna, con lucecillas tintineantes a los lados y una alfombra de segunda mano sobre el piso y una guarda con motivos bélicos y medievales que casi no alcancé a comprender, por la velocidad con la que pasamos por ellas. Nemo no cesaba de encomiar las maravillas realizadas por sus socios, afirmando que, sin su trabajo, nada de eso estaría ocurriéndonos en aquel momento.

Un niño inclusero, uno más de la pandilla, nos indicó la ubicación del muelle y deslizó una nota furtiva a mi compadre mediante un apretón de manos, que éste se cuidó de abrir en un lugar apartado, valiéndose de un pequeño fanal, ocultándolo ante mis propios ojos, axioma que delataba su importancia. Acto seguido, sacudió su mano izquierda para espantar una mosca molesta y, con la derecha, se deshizo en señas para indicarme el camino a seguir.

A las cuatro de la mañana (más tarde me enteraría de un modo de determinar la hora con tan sólo ver las estrellas gracias a un video que vería por Internet) todo el paisaje del puerto parecía como si un enorme gigante lo hubiera puesto en pausa; lo único que bamboleaba a lo lejos era el cuerpo de un beodo que no cesaba de atizar su botella contra la cubierta de un barco, metiendo la lengua en el pico para recolectar las escasas gotas de su elixir, alicentado por el alcohol. Tres barcos amarrados con fuertes cuerdas reposaban sobre las aguas en calma y el silencio que se desprendía de ellos daba muestras de que nadie habitaba allí.

—Mira —me señaló Nemo, indicándome un poste con la inscripción XV tallada en madera vieja, y me maravilló su inefable visión.

Nos acercamos, cachimbas en mano, y procedimos a zafar las cuerdas con esfuerzo, maldiciendo la infalibilidad de los nudos de los marinos. Tras un enorme esfuerzo, unos desdeñables trozos de soga continuaban amarrados al enorme tronco, viéndonos obligados a desgastar nuestras uñas casi carcomidas por la tensión que habíamos pasado en la prisión. Mis dedos acabaron llenos de callosidades, infectados asimismo, por astillas que nosotros mismos habíamos ocasionado. Mis dedos ardían hasta cuando intentaba peinar mi hirsuta cabellera, resignándome a continuar por la noche como un científico maníaco.

THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora