Epílogo [1]

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Aquella fatídica mañana de domingo, la enorme ciudad parecía tener vida propia

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Aquella fatídica mañana de domingo, la enorme ciudad parecía tener vida propia. La gente se apelotonaba por las calles, lo que obligaba a los conductores entre estrujar sus cláxones o serpentear entre la multitud como les fuera posible. Sin embargo, aquella era una actividad teñida por el silencio de la muerte. Millones de jóvenes asistirían a la ceremonia que daría punto final al estrellato de aquella desdichada joven, a la que la mala fortuna le jugó las cartas en su contra.

En aquello pensabas mientras dabas tus primeros últimos pasos,  aparentando una normalidad que te permitía mimetizarte en el paisaje sin llamar la atención. Cargabas el peso de tu pesada mochila en tus hombros, y aún ahora recuerdo tu expresión de dolor cuando la tuviste por primera vez a tus espaldas y las palabras exactas con las que lo dejaste entrever. «Me caeré de traste en cualquier momento» dijiste, con aquella jovialidad que se hibridaba con el temor que ya se te había vuelto habitual. Aún así, jamás desististe de cavar tu propia fosa.

Ahora calzabas unas prendas oscuras al igual que la gran mayoría de los viandantes; la ciudad misma parecía ofrecerle sus condolencias a la familia de la víctima, y lo expresaba con aquella gran maraña de adolescentes que no paraban de gemir de dolor, pero que siempre intentaban mantener la compostura. No tuviste compasión con ellos cuando te percataste de llevaban una vida tan normal que incluso te pareció quimérica, por lo que apuraste el paso para ocupar la posición que se te había sido encomendada entre medio de mil titubeos que ponían en tela de juicio tus elecciones.

—No tengo otra alternativa —aseveraste, para ti mismo en voz alta, procurando convencerte de que no eras más que un desgraciado de un montón.

Necio, te dejaste llevar hasta tu propio funeral y no desististe en el intento, aunque te lo advertimos mil veces. Aquella fue tu peor decisión en toda tu vida. Tampoco te juzgo, sólo afirmo que quizá te dejaste llevar por la pasión del momento. Los seres humanos somos tan frágiles.

Con aquella espiral infinita de pensamientos recorriendo tu mente, te avalanzaste por una calle alternativa a los sutiles gritos de «perdón» y «permiso», sin nunca perder la deferencia, o lo que te quedaba de ella. A los americanos no les llamó la atención tu aspecto, por lo que he de felicitar a tu jefe por su excelente trabajo. Aprovechaste la posibilidad, te escabulliste en la próxima esquina, rumbo a uno de los sectores en donde estarían ciertos funcionarios de renombre, la creme de la creme, lo que causaría aún mayores repercusiones en el país entero. Sonreíste ante tu propio cinismo, regodeándote por adelantado ante los potenciales resultados.

Para tus fines, debiste hacer uso de tus codos para castigar las costillas de miles de jóvenes, imponiéndoles que te dejasen pasar entre medio de ellos. Recibiste como contraprestación una catarata de insultos y algún que otro dedo corazón adicional se levantó ante tus ojos. Algunos jovencitos podían mostrarse demasiado crueles si no conseguían lo que estaban buscando. Los ignoraste poniendo tu fuerza de voluntad en ello, mientras llevabas tu mano al bolsillo derecho de tu chamarra, para cerciorarte de que no tendrías nada de lo que preocuparte. Incluso sonreíste, perverso demonio, al pensar en la posibilidad de esperar allí mismo a que llegara el momento indicado, en el epicentro mismo de aquel festín para tomarte tu última venganza personal, demostrándoles los resultados de meterse contigo.

THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora