Capítulo 146

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El conductor clavó el freno en cuanto proferí el grito más desgarrador que podría haber oído jamás

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El conductor clavó el freno en cuanto proferí el grito más desgarrador que podría haber oído jamás. Nemo castigó mi exclamación al llevarme su mano a la boca y apretármela con fuerza, hasta el punto de no dejarme abrir la mandíbula, obstruyendo mis planes para liberarle tras hincarle mis incisivos y caninos en sus dedos callosos. Sin poder contenerme, comencé a gemir en un tono demasiado elevado de modo que ni su presión podía acallar mis sollozos. Mi estómago ya se había revuelto y aquella apestosa comida que había engullido hacía pocas horas, amenazando a mi esófago en comenzar con una carrera cuesta arriba que acabaría de la manera más asquerosa posible. Entre sus «Maldita sea, maldita sea» y sus «No puede ser», Nemo debió forzar su voluntad para no detenerme el espectáculo que estaba montando de un puñetazo. Atribuí aquello a sus intenciones de convertirse en un buen pero ausente tío.

—Carajo, que el pendejo este es duro de domar —se quejó el conductor quien, sin recibir orden alguna, ya había pisado el acelerador a fondo rumbo a nuestro destino.

—No seas tan duro con él, Aidan. Todos sabemos que es una marica —intervino el otro, para echar más leña al fuego.

Supuse que aquellos hombres esperaban la típica —y a su vez, atípica y antinatural— respuesta que las películas y los libros nos han vendido todo este tiempo: el grito de sorpresa, el «¿En serio?», el «No puede ser, me estás vacilando» de los escépticos y hasta el «Esto es genial» por parte de quienes se empeñan por ver el vaso medio lleno. La ficción no es más que una realidad alternativa, con sus propias fallas e incoherencias. Y, en aquel momento, habían dado por sentado que yo me mostraría como el tipo rudo que siempre fueron y que nunca fui. Nemo tampoco salió a mi rescate, no hubiera sido cosa que aquello tirara por la borda su reputación, mas tuvo la amabilidad de no colocárseme tampoco en contra. Se dispuso, pues, en la delgada línea que servía para conformar a Dios y el diablo.

—¿Puedes parar ya? —inquirió, al cabo de un rato.

Me detuve un momento para agradecerle en silencio por haber quitado la mano de mi boca e hice un esfuerzo inconmensurable para respirar. Mientras tanto, revisé mi aspecto en el espejo retrovisor, sin importarme que mi mirada y la del chofer se cruzaran en aquel instante, y observé mi piel blanca y mis labios morados, y el delgado hilo de sangre que corría por mi boca hasta acabar en una de las curvas de mi barbilla, y el cabello enmarañado, y los ojos rojos de tanto llorar, y las pesadas e improvisadas ojeras, producto de las náuseas y los cachetes rellenos con un líquido grumoso con sabor asqueroso que amenazaban por salir en cualquier momento. Nemo se alejó un poco de mí, demostrando que sí le tenía asco a algo, aunque se tratase de desechos no menos de terceros. Unas cuantas arcadas más, sumadas al bamboleo incesante del vehículo pujaban para que regresara toda aquella comida. El conductor se percató de ello y se detuvo en cuanto tuvo la oportunidad, llevando su brazo izquierdo atrás para palpar la manija y abrirme la puerta, a contrarreloj, con los segundos exactos para que su flamante Sandero no acabase todo vomitado. Nemo me otorgó un pequeño tiempo antes de salir a la carga con una pregunta similar que, en el fondo, significaba lo mismo.

THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora