Capítulo 108

17 5 0
                                    

Me senté sobre la hierba, cruzando mis piernas como indio, dispuesto a esperar todo lo que fuera necesario

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Me senté sobre la hierba, cruzando mis piernas como indio, dispuesto a esperar todo lo que fuera necesario. Mi estómago ya había comenzado a emitir un rugido, producto del gorgoteo de ácidos, reclamando por alimento. No había tenido tiempo de comer ni siquiera un aperitivo en las últimas nueve horas, fruto de la gresca verbal en la que Nemo y yo nos enredamos. Mi mandíbula rota complementaba mi ineptitud a la hora de alimentarme; habría que sobrevivir así, hasta que llegaran los refuerzos. Comencé a realizar un par de florituras con unos palitos para pasar el rato, a la vez que diagnosticaba mi panorama con el rabillo del ojo.

Estaba sonsacando un par de faros amarillentos a la distancia, sin éxito absoluto. O bien por una sonora y cacareante sirena, siempre acompañada por aquellas luces verdes despampanantes y cegadoras. El tiempo pasaba, aunque no podría precisarlo; por consiguiente, tampoco sabía si la asistencia se encontraba demorada o no. De todos modos, supuse que lo harían. En todo caso, aún me quedaría cobertura para mandar alguno que otro mensaje que les recordara mi emergencia.

Comencé a aunar un par de palitos y de apilarlos uno encima del otro, en una torre imperfecta que, cada dos por tres, acababa derruida por culpa del viento, víctima de una arquitectura precámbrica y en ciernes. El sapo se colocó a mi lado, exponiendo con petulancia su barriga llena de moscas. Expresé mi cacofonía con sus hábitos alimenticios con una constante sacudida de cabeza. Me preocupaba el hecho de que el rescate todavía no llegaba. Justo mientras estaba barajando las posibilidades de acabar abandonado, un vehículo se hizo ver en el horizonte.

Me desesperé. Me puse de pie de inmediato, abandonando la copiosa hierba de un salto, para posicionarme en el cantero de entre medio de ambos carriles. Alcanzar aquel punto a tiempo era consustancial para no acabar de adorno de carretera, tal como lo hacían unos pobres sapos, quienes no habían sobrevivido a la odisea. El espectáculo era afanoso: yo corría con una mano sujetándome el estómago —el que no paraba de crujir— y con la otra la mandíbula —tan torcida como había estado desde el principio, gimiendo del dolor y jadeando del esfuerzo—. Aquel anómalo llamaría la atención de los médicos, estaba seguro. El sonido de la sirena todavía no era perceptible, lo que atribuí a un intenso dolor de oídos que había estado experimentando.

Por fin llegó la hora de la verdad. Los faros del coche me cegaron un momento, mas presentía que algo andaba mal. Además, el color verde brillaba por su ausencia. Agité mis manos al cielo, haciendo señales las que o bien no fueron vistas o bien ignoradas. Sin un ápice de civismo, el conductor pasó olímpicamente de mí, al tiempo que su acompañante lanzaba un comentario cargado de acritud, según lo que reflejaba su voz. Esperé de pie unos minutos más y encendí, molesto, mi celular. Mientras tanto, observé, frenético, toda la autopista.

Las 23:47 indicaba mi teléfono. Más de dos horas habían pasado desde mi pedido de auxilio. Debí regresar a mi sitio original, a aquel pastizal anegado, puesto que, desde donde me encontraba, la señal era nula. El número nueve titilaba en la pantalla, indicando la batería restante. Sin perder el tiempo, volví a marcar al hospital.

THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora