Capítulo 66

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Las horas posteriores transcurrieron como si me encontrara en el mismísimo infierno

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Las horas posteriores transcurrieron como si me encontrara en el mismísimo infierno. Mis pensamientos fatalistas pululaban hasta en mi inconsciente, lo que me volvió más bravío a los ojos de mi madr... de Esther. Ella, quien siempre había esperado por mi aquiescencia en todas y cada una de las decisiones que serían determinantes para ambos, decidió refugiarse en el rincón más arcano de la habitación, recostándose sobre un cómodo sofá, tras haberse colocado varias botanas en sus dedos en cortes que yo antes, ingenuo de la verdadera situación que me circunvalaba, creía debidos a descuidos en la cocina, haciendo caso omiso a sus palabras de vanagloria: «A una mujer le podrá pasar cualquier cosa para lastimarse un dedo, pero jamás será por alguna falencia suya», solía responderme, en una frase que servía de cadalso ante mi cruel e infundada acusación.

Mientras ella reposaba tras un largo viaje, me percaté de que se había olvidado su teléfono sobre la mesa, en medio de todo el papelerío. Mi cuerpo, procurando prever cualquier situación de degüello, pedía a gritos la defección a su confianza. «De todas maneras, favor con favor se paga» intenté convencerme.

Teclear la contraseña que ella misma había mantenido desde mi nacimiento era un verdadero juego de niños para mí. Cerré los ojos y me desafié a escribirla a ciegas, consciente de que no fallaría ni al primer intento. Las palabras DaViD2002 se dibujaron en la pantalla mas, al apretar la tecla para confirmar, el aparato emitió un agudo pitido con el que yo temí que su dueña pudiera despertarse.

Y así fue. Tras la señal, se levantó furiosa, arrastrando las colchas que rondaban por sus piernas, sin preocuparse de que la viera en sostén y ropa interior, como se había cuidado desde hacía dieciséis años. Su mano, antes cándida y ahora plagada de llagas, me arrebató de las mías lo que le pertenecía, dirigiéndome una mirada inquisidora.

—Que sea la primera y última vez que tocas lo que no nos pertenece ni a ti ni a mí —su advocación me rememoró al acto encabezado por ambos horas antes, en donde esa organización sin nombre nos había convertido en sus soldaditos de plomo ciegos, sordos, mudos y resilentes.

Tras una consulta rápida en su teléfono, procedió a apagarlo y a llevárselo a su habitación. Al regresar, me encontró a mí leyendo el mensaje que acababa de enviarme. La invitación a un ágape que se realizaría esa misma noche por parte de un multimillonario deseoso por demostrar su poder despótico sobre el resto de la sociedad, sería nuestra primera visita. La carta, además, sugería un vestuario arrebujado que no se eximiera de las normas de cortesía ni de escalafones; nada sintético, aclaraba, en letras pequeñas.

—¿Y cómo piensas ir allí? No existe el estraperlo de vestidos lujosos ni de trajes de etiquetas —me burlé de ella, con la puerta aún cerrada.

Ella deslizó su mano por el picaporte, con una inmensa sonrisa. Su estado no había cambiado; su ser semidesnudo permanecía desprovisto de todo abrigo, mas su actitud reflejaba que estaba ansiosa por continuar con nuestra conversación. Sus dedos, hinchados por los sabañones, se apoyaron uno a la vez sobre el marco de la puerta, provocando una sucesión de sonidos que contribuyó a darle mayor dramatismo a la situación. «A este paso, jamás llegará a ser una mujer de prosapia alta» me reí, para mis adentros.

THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora