Capítulo 111

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Desperté adolorido, adormecido, perdido y aterido de frío

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Desperté adolorido, adormecido, perdido y aterido de frío. Me moví lo suficiente como para acomodar mi cabeza en algo que parecía una almohada. Sentí el calor de una sábana sobre mi cuerpo. El resto era oscuridad salvo una pantalla cuyo único dibujo era una tabla zigzagueante que dibujaba, en verde, los latidos de mi corazón. A lo lejos, se oía un murmullo de voces. En el hospital todos dormían, debería ser demasiado tarde como para que alguien fuera capaz de molestar en la enfermería; no obstante, si agudizaba el oído, podía percibir a personas discutiendo entre susurros. Parecían estar inmersos en una discusión.

Abrí mis ojos y observé a mi alrededor. Mi compañero de habitación dormía, dándome la espalda y emitiendo sonoros ronquidos. Parecía anestesiado; de otra manera, su sueño habría sido más ligero, entre unas almohadas casi vacías y un colchón antiquísimo. El resto era oscuridad absoluta. Quietud. La calma que antecedería el huracán.

De pronto, la ventana se abrió de un sonoro golpe, lo que me sobresaltó. Era imposible que aquello ocurriera, puesto que la misma estaba trabada por dentro. La única forma de conseguirlo sería haciendo palanca desde afuera. Alguien estaba muy interesado en entrar al hospital. Mi corazón había acelerado sus pulsaciones, en un intento de defensa inútil; mejor me habría venido una navaja. No obstante, en las afueras nada había cambiado. Me sentía tentado a arrodillarme sobre mi cama y asomarme como un niño a través del ventanal que daba al jardín trasero y cerciorarme de que nadie estuviera tratando de ingresar al hospital como un polizón. Por fin, y tras analizar los pros y los contras de quedarme estático como una planta, me decidí por la alternativa más desafiante. «La curiosidad mató al gato» retumbaba en mi cabeza al tiempo que descorría las colchas con suavidad, sin importarme que estuviera en calzoncillos —de todos modos, ningún encargado del hospital tendría interés en mí a esas horas de la noche—, con la mayor delicadeza posible, evitando perturbar el sueño de mi compañero quien, acosado por las pesadillas, ya había comenzado a mover sus manos y piernas por debajo de las colchas. Lo ignoré, al igual que al fino haz de luz que se filtraba desde una de las puertas de servicio, el cual me había estado iluminando los pies desde que recuperé la razón.

Con gran agilidad, conseguí acomodarme en una posición lo bastante segura como para poder escrutar todo el panorama sin correr el riesgo de caerme de bruces al suelo. Rogué que no llegara ninguna enfermera, a la vez que lo hice, dado a que desconocía el peligro al que me enfrentaría si es que, de veras, existía. El sitio se veía tan vacío como escalofriante; la negrura total hacía juego con el cantar de unos murciélagos cansados que aleteaban de regreso a sus madrigueras. No había señales de nuestro invasor. «Lógica pura, yo tampoco me exhibiría de esa manera si fuera un criminal». Mi incipiente curiosidad me impidió percatarme de unos lentos pasos que se acercaban hacia mí. Coloqué mis manos delante del marco de la ventana, dispuesto a tomar un envión que me permitiría echar un último vistazo antes de regresar a la cama y, por supuesto, cerrar de una vez por todas los postigos.

THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora