Capítulo 67

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Por la tarde comenzaron sin demora los preparativos

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Por la tarde comenzaron sin demora los preparativos. Mi lasitud y mi desánimo se contraponían con el entusiasmo y el deseo de la agente por generar una buena impresión en el ateneo al que concurriríamos. Aún no me había confesado el porqué de nuestra presencia; se había limitado a mantener la boca cerrada y a desnudarse enfrente mío para probarse de uno en uno todos y cada uno de sus vestidos, sin poder refugiarse en el báculo de ninguno de ellos. El bagaje multicolor que se hallaba amontonado en la cocina permanecía agrupado en una pequeña montañita, sobre la cual la mujer supo pararse en varias ocasiones para conseguir apreciar con mayor atención su figura sobre el único espejo que había en la habitación, demasiado alto para ella. Baldando algunos y separando otros, transcurrieron las horas, más rápido de lo que a ella le hubiera gustado.

La ropa que yo habría de usar se componía de un saco color salmón y una camisa celeste claro, colores que contrastaban con el blanco de mis ajustadísimos pantalones, los cuales me imposibilitaban caminar con comodidad. Mi imagen podría pasar por la de un magnate sin inconvenientes: mis carrillos ahora afeitados y la laca que empapaba mi cabello, me otorgaban un aire de distinción del que no estaba dispuesto a desaprovechar. Realicé una última zalema hacia mis mejillas ya desnudas de todo vello, y me dispuse a partir.

El encargado del hotelucho, extrañado por el status social de sus nuevos huéspedes, nos acompañó en persona hasta la salida, en donde un cochero nos esperaba haciendo anillos con el humo de su cigarrillo electrónico. Su instinto desvió su mirada hacia el escote de quien alguna vez fue mi madre (a la cual ni yo mismo reconocía) y un largo silbido dejó entrever su carestía de modales. Incluso durante el viaje levantaba con brusquedad sus ojos para cerner aquellas curvas que lo habían vuelto loco. Las cenizas de un volcán que se decía que había eructado en Hawái, tiñeron el ambiente de un color ceniciento, a la vez que el humo aromatizado que olía a menta me generaba una fuerte migraña. Esther, quien ahora cubría sus cicatrices con unos guantes de seda blancos con encajes color oro, lejos de sentir que llegar en un taxi a una fiesta de esa estirpe era un envilecimiento, había encontrado en él un descansillo en donde reposar antes de ingresar a la antesala de la fiesta.

Las miradas de los presentes se volvieron hacia nosotros, impactados por la anomalía que les suscitaba nuestra llegada, mas nuestra conducta diligente y siempre esclava a las normas de deferencia que allí imperaban, nos permitió escabullirnos sin dificultad entre el hormiguero de millonarios entecos y frívolos, que no soltaban jamás sus copas de champagne ni las manos de la pretendiente con la que se divertirían durante la próxima media hora.

Con ensañamiento, Esther me empujó contra la multitud con delicadeza. Al voltearme, murmurando un sinfín de palabrotas, no fui capaz de encontrarla por lo que, procurando no tiznar mis pantalones (de ser así, se arremolinarían sobre mí todas las miradas) me senté en un cómodo silloncito, frente a un espejo. El ambiente, una vez ya calmo, me permitió relajarme y descansar mis piernas de tanto caminar y mi cerebro de tantas reglas a seguir.

THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora