Capítulo 94

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Sin contravenir la decisión del comisario y comportándome cual ser juicioso, acepté ser trasladado en un patrullero hasta una plazoleta cercana

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Sin contravenir la decisión del comisario y comportándome cual ser juicioso, acepté ser trasladado en un patrullero hasta una plazoleta cercana. Mientras el vehículo sorteaba un sinnúmero de pozos, recordaba yo con precisión las miradas entre aquel hombre y aquella mujer. El fallo inconexo indicaba que ambos tramaban algo, por lo que yo debería de ser la pieza que sobraba en su tablero. El amor no se presentaba como un pordiosero entre aquellos dos, eso sin dudas. Imaginaba que tras haberla eximido de la delación, aquel hombre esperaría algo a cambio de su hermosa amante y no tendría poco con lo que conformarse. Ana Frankfurt le debía la vida.

Fue en aquel momento cuando descubrí cuán curiosos pueden llegar a ser los peatones. Los transeúntes vigilaban la redada con el rabillo de sus ojos y buscaban con la miraba al diantre mafioso que se encontraba allí dentro, no fuera a ser cosa que lo (me) conocieran y se hubieran relacionado con(migo) él sin conocerlo(me). Elevé una pequeña letanía para que mi honor no se viera manchado por la injuria y para que consiguiera resurgir cual crisantemo en medio de la estación estival. Había adquirido el resabio de hacer eso de vez en cuando, sólo cuando mi corazón me lo dictaba; me parecía la forma perfecta de redimir mis penas.

El brutal derrape del rollizo oficial que estaba al volante me sacudió el cuerpo y también las ideas. Con la misma delicadeza, me ordenó a bajarme y me entregó algo de dinero y un par de galletas, las mismas que el comisario había colocado hacía unos momentos en una pequeña bolsa Ziploc. Un pequeño grupo de personas presenciaba el rocambolesco desembarco, que se coronó cuando el guardia me entregó su mano para que fuera estrechada por la mía. Una vez hecho esto, se despidió de mí y retomó su marcha. Me sentí entonces robustecido, y con el corazón sedado por el hecho de haber salido impune, me dirigí hacia una parada de taxis.

La tirria in(justificada) de varios conductores de cargarme en sus vehículos me obligó a tomarme un colectivo, a unas cuadras de allí. Mejor sería para mí, puesto que me alejaría de todos aquellos que me miraban como si fuera un asesino (y, de hecho, lo era), situación que me soliviantaba mucho. Más de una madre que acompañaba a sus hijos se cruzó de vereda como medida precautoria, varios padres aprobaban sus actuaciones y se colocaban delante de sus inocentes niños. Mientras tanto, la organización habíame inhumado en el olvido y estaba seguro de que más de uno habría de haber glosado la historia real, esbozando una alternativa que los obligaría a liberarse de mí, mal que ya le pesaba a varios. El período de ciega mansedumbre había acabado con mi liberación de aquel calabozo. Me preguntaba si Themma seguiría allí. Me prometí que algún día iría a visitarla para soflamar a la justiciera más hermosa que había conocido.

Una vez ya en la parada, mi corazón espabiló sus latidos y sólo así fui capaz de escuchar y ordenar un poco más mis ideas. Aquella plétora de buena fortuna no podría ser algo más que parte de un plan premeditado. La estrambótica mujer no podría nunca dejarse llevar por un hombre que la duplicaba en edad. El desvelo con el que él consiguió sacarnos de allí tampoco era demasiado confiable. Me pregunté entonces quién era esa mujer a cuyo cuerpo sólo cubrían desgarrones y cuál era la relación con mi caso. Me sentí un incompetente cuando, al llegar al autobús, recién había confirmado mi teoría. Es que estaba tan atontado que no había sabido reconocer los poderes sobrenaturales que yo mismo le había otorgado a Clary.

Seguro de que ella estaría cerca de mí, me apresuré a subir las escalinatas. Pero ya era demasiado tarde.

Le entregué el dinero a una pobre anciana y cinco de las seis galletas a un famélico niño y me dispuse a investigar qué era lo que David había estado haciendo en ese período

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Le entregué el dinero a una pobre anciana y cinco de las seis galletas a un famélico niño y me dispuse a investigar qué era lo que David había estado haciendo en ese período. Sin dejar nunca de caminar en la misma dirección del patrullero, dejé que mi sistema se encargara de hacer su trabajo. Debo reconocer que la mirada de tantos hombres fijándose en mí me causó tanta ira que, antes de enervarme y golpear a uno de ellos por considerarme como un objeto sexual, decidí perderme en el baño de una heladería y convertirme en una muchachita que llamara menos la atención que aquel mujerón en el que me había encarnado. Le agradecí al doctor Helling el hecho de haberme dotado de aquella propiedad camaleónica, que ya tantas veces me había sido útil. Les envié mi ubicación exacta a mis amigos y les solicité que permanecieran alerta. Todos ellos me respondieron casi a unísono, en el instante mismo en el que yo acabé de transferirles la información, con la excepción de Estella. Su último horario de conexión había sido hacía treinta y seis horas y todos desconocíamos su paradero. Suponíamos que aún no había acabado con las tareas de rescate o que, al terminar, se había encontrado tan cansada que no pudo con su sueño. «Durante los peores momentos es cuando las redes sociales callan» me había dicho Thiago quien, al igual que yo, se negaba a pensar en alguna otra alternativa más trágica.

Abandoné el baño, y después de haberme comprado un delicioso helado de chocolate y vainilla, agradecí a la vendedora por su atención. Ella, extrañada por el hecho de que aquella gran señora había sido la única en ingresar en el local en los últimos cinco minutos y pensando que se trataba de una broma de mal gusto, se asomó y descubrió que la puerta del sanitario estaba abierta y la dotada mujer había desaparecido. Su asombro no fue un impedimento para que yo le dedicara una sonrisa de agradecimiento. Además, gracias a su generosidad, los de la especie de David me dejarían en paz. Y hablando de David, mi sensor me indicaba que el patrullero acababa de aparcar en una plaza cercana. Aceleré la marcha, deseosa de encontrarme con él por segunda ocasión en el día, cuando tropecé con un hombre vestido casi por completo de azul oscuro, cuyo sobretodo contrastaba con el día primaveral que allí hacía. Nuestro encuentro fue tan brusco que hasta la larga uña de su mano rasgó mi remera y lastimó mi antebrazo. Sin disculparlo ni aceptar un pedido de remisión que nunca llegó, proseguí camino rumbo a mi destino.

La plaza estaba repleta de personas y el aire de felicidad se respiraba por todas partes. Casi para cualquier humano promedio aquello habría parecido como un día normal, mas mi especializado sistema me explicaba que no existía una correlación entre la alegría genuina de los niños y una felicidad turbada y forzada que predominaba entre los adultos, cuyos ojos rebotaban de un lado hacia otro buscando a alguien que parecía ya no estar allí: mi objetivo. Las cámaras de seguridad cercioraron mi hipótesis y pude ver cómo David sufría de ser rechazado por todos y cada uno de los presentes y se dirigía hacia una parada de autobuses cercana. Quizá si me apuraba conseguiría alcanzarlo ya que, según mi sistema, el próximo vehículo lo recogería en menos de dos minutos. Era la hora de correr.

David había causado una herida muy grande en la credibilidad de los de mi especie y no se lo perdonaría. El pequeño rasguño ocasionado por otro humano me recordaba el daño que ellos saben causar hasta en las situaciones más inesperadas e inocentes. Era hora de que David corriera. La cacería acababa de comenzar.




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THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora