Capítulo 79

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La boruca generada por los niños inundó toda la casa

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La boruca generada por los niños inundó toda la casa. Pedazos de comida volaban por los aires -uno de ellos atravesó la puerta, lo que me hizo dudar de la seguridad en aquel sitio desguarnecido- y la abuela no cesaba de retarlos; que Joshua, no comas con la boca abierta; que Marie, no te sorbas los mocos. El único que se salvó de la reprimenda fue Tito. «Así es fácil, si es tu favorito» le criticaba Joshua a la señora. Recordaba que Tito fue el único de los niños que estaba ajuereado y su comportamiento daba poco para hablar. Los niños entretuvieron mi aburrimiento e hicieron que la mía fuera una menos desesperada. El señor se había perdido e ignoraba los pedidos de refuerzos de su esposa, como tronero. Desde el subsuelo, se escuchaban sonidos como si estuviera pajueleando todo a su alcance. Mientras tanto, la señora no cejaba en su empeño por dejarse despeñar, sin perder nunca sus modos.

Por fin llegó el anciano, cargando una pequeña caja, haciendo tanto ruido como si de una parvada (manada) se tratara. Su cabeza cuasi rala no podía verse. Parecía estar haciendo un gran esfuerzo. Depositó la misma sobre una de las repisas y sacó su contenido: dos tarjetas de crédito y una llave de habitación de hotel.

-Aquí tienes -me las entregó-. Esto es para ti. Puedes gastar todo el dinero que te sea necesario para los pasajes y las peripecias del viaje. Y esta -agregó, alegando al llavín- te servirá para entrar en tu habitación del hotel, la número seis de la planta baja.

-Número seis de la planta baja -repetí, para no olvidarlo.

-Tienes el número en el mismo llavero -añadió, dejándome como un atarantado.

Ahora bien, con todo en mano, debería de viajar hacia Toronto, Canadá, a una planta industrial de clones recién instalada por Helling como fruto de su éxito fulminante. Allí deberíamos de encontrarnos al atardecer del día siguiente. Le aseguré al anciano que así lo haría y le rogué que fuera a ayudar a su esposa.

-Los niños son demasiado moreados. Ya verá cómo se les pasará cuando te vayas. Están necesitados de atención.

-Me pregunto por qué será -rematé, sarcástico.

El camino de regreso fue demasiado relajante y me permitió tomar un descanso después de tanto trabajo. El caporal estaba dispuesto a llevarme de una punta a la otra del mundo, sin grandes misiones, lo que no me quitaba tiempo para el disfrute, y mucho menos ahora, que tenía en mis manos un objeto omnipotente, disfrazado tras una pequeña tarjeta. Una mujer me fue a recoger en un auto particular y me alcanzó unos cuantos kilómetros a la ciudad. Le agradecí, apuñuscándola, en un abrazo cordial que me fue correspondido. Ella me deseó buena suerte, subió a su cupé y desapareció.

Por las calles se oía el trajín cotidiano de miles de personas trabajando, con tareas más pesadas unas que otras, con pujidos más agudos y otros más silenciosos, pero jamás en silencio. Tomé el primer tren bala de mi vida, algo acalambrado, ya que había comido hacía poco y temía regresar todo el alimento. No obstante, el viaje fue tan placentero que muchos de los pasajeros aprovechaban para dormir, rellenar el buche y, los más tahurdos, para recolectar algo de dinero con las apuestas. En quince minutos, arribamos al aeropuerto y las puertas del tren se abrieron. Un aroma a cebolla indicaba que varios habían canalizado los nervios del viaje con una catarata salobre en la espalda. No los culpaba, ellos no tenían la culpa de que sus hormonas fueran tan expansivas.

THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora