Capítulo 130

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—¡Arriba, holgazanes! ¡¡A levantarse!! —comenzó a repetir a viva voz el sórdido capataz que estaba al mando

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—¡Arriba, holgazanes! ¡¡A levantarse!! —comenzó a repetir a viva voz el sórdido capataz que estaba al mando.

Di un vistazo al reloj de pared, el cual marcaba las cuatro y media de la mañana. El resto de los jóvenes ya se había puesto de pie y había comenzado a hacer sus camas con una obediencia y prolijidad tremebundas, obtenidas a base del canguelo que se les inyectaba a pequeñas dosis cada día. Sebastian, al igual que yo, no daba señales de estar despierto. Con dificultad podríamos ponernos de pie tras unas escasas cuatro horas de sueño. Los otros muchachos ya se habían puesto la ropa de entrenamiento y enfilaban con prisa hacia la campiña. Afuera nos esperaba un desayuno patibulario que prometía revolver un par de estómagos.

El capataz, extrañado por nuestra desobediencia, se acercó hacia nosotros con paso decidido. El borrico se golpeó el codo contra uno de los caños de la cucheta antes de comenzar a zamarrearla de un lado a otro como un obseso, con una fuerza tal que, pese a la oscuridad, rifé la silueta de Sebastian cayendo sobre el piso sin comprender nada de lo que estaba ocurriendo, tan confundido y cansado que se olvidó de colocar sus manos al frente, lo que acabó en una irrisoria caída en la que su cara acabó zurrándose contra el piso. Por ventura, no perdió la conciencia, mas se mostró con dificultades a la hora de reincorporarse, demasiado esvanescente como para soportar por mucho más tiempo aquel deplorable estado. El reputado capataz lo observaba, impasible.

—Genial, no llevas ni un día y ya lo has echado todo a perder —masculló, lanzando una patada contra la cara de Sebastian que él pudo taponar con la oportuna intervención de su brazo izquierdo. A continuación, tomó aire y rechistó en varias ocasiones, como si no estuviera seguro de qué orden dar. Por fin, el insigne mafioso dio su veredicto al resto de nuestros compañeros—. ¡Comiencen sin mí! ¡Diez vueltas al predio! ¿Me oyeron? ¡Diez vueltas al predio! —repitió él, a viva voz.

Los subordinados estuvieron felices de poder soslayar las instrucciones de su jefe al menos por un día, por lo que se limitaron a apartarse de su vista y comenzar a caminar a paso de viandante para ganar algo de distancia por si les descubría el truco.

Mientras tanto, el jefe tomó entre sus manos al joven lisiado y lo cargó, mirándome de soslayo con una expresión que abarcaba una pregunta tácita que bien podría resumirse como «¿Qué haces aquí? Ve con los demás» que yo preferí ignorar mientras pudiera. La noticia del incidente se había cundido como un reguero de pólvora, lo que varios curiosos no perdían la oportunidad de observar a la nueva víctima de la crueldad del capataz. Un granado grupito de soldados nos recibió en la enfermería y velaron por la seguridad de su superior. La enfermera se paseaba de un lado al otro, buscando aquí y allá múltiples jeringas y desinflamantes, lo que la obligaba a contonear su trasero de un lado al otro, con gran velocidad.

La mujer nos indicó con un gesto a todos los presentes que nos retiráramos para poder revisar al paciente con mayor privacidad petición que, para alivio suyo, le fue concedida de inmediato. Sólo dos oficiales se quedaron haciendo guardia en la puerta. El resto se unió a nuestra pequeña comitiva que se dirigía al campo de entrenamiento. Los curiosos se apresuraron en mojarse y ensuciarse el uniforme para simular las vueltas que se habían tomado por algo. La frescura de sus rostros no engañó al jefe, el cual los obligó a correr quince vueltas más y agregó cien lagartijas a las doscientas que tenía programadas para el día. Los jóvenes, quienes no tuvieron otra opción, se pusieron a correr de inmediato.

THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora