Capítulo 18

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—¿Hay alguien ahí?

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—¿Hay alguien ahí?

La ronca voz de fumador de un guardia de seguridad me sobresaltó. Decidí huir ya que, de encontrarme allí durante la serendipia me convertiría en el principal sospechoso.

—Tiraré la puerta si no contesta.

Un ágil salto por la ventana. Una no tan ágil caída de dos metros de altura, que hace que mis rodillas me comiencen a doler. Sin embargo, luego me preocuparía por mi posible rotura de ligamentos o lo que fuera; primero lo primero. Luego de una oración corta (más similar a una desprecación), tomé aire y me aventuré en el mismo laberinto verde por el que se habían escabullido mis enemigos, con la esperanza de que hubieran abandonado el escondite tiempo atrás.

¡Crack!

Con una fuerte patada, el hombre había ocasionado una enorme grieta en la abertura, por la cual pasó su brazo y renegó unos instantes hasta descorrer el cerrojo. Después; gritos, llantos, recriminaciones y más gritos, los cuales se iban debilitando en la medida en que yo me adentraba más en el corredor salvaje.

Me detuve un momento para observar si alguien me seguía pero, a tal distancia, me era imposible visualizar el sanatorio. De pronto, un siseo que zigzagueaba por entre las ramas, no sólo interrumpió mi descanso, sino que también me hizo correr más rápido de lo que yo nunca jamás lo había hecho (a excepción, claro está, de la primera mitad del trayecto). Salí resoplando y con la lengua hacia fuera cual can, y me reintegré en la vida civil. Por mi cabeza pasaban, con todo lujo de detalles, las escenas del homicidio de mi tío. Decidí, por consiguiente, recaudar toda la información posible de mis enemigos.

—Disculpe —me interpuse en el camino de un anciano bezudo que arrastraba su andador—, hace unos minutos tres amigos míos, dos jóvenes; uno con anteojos y otro con contextura atlética, una chica de mi edad y una mocosa se me perdieron de vista— y para darle mayor importancia al relato, agregué—: ¿Acaso no ha visto a mis amigos por aquí?

El viejo y una quincena más de personajes que se paseaban por las calles no supieron darme una respuesta afirmativa, concreta o útil. Ya había comenzado a caminar rumbo a mi casa cuando un segundo hombre me frenó en seco.

—Por fortuna para ti —me giré al escuchar sus palabras para quedarme cara a cara frente a un joven de cabello enrulado peinado con gomina—, los comerciantes tenemos buen oído. Yo sé cuál es la ubicación exacta de tus amigos.

—¿Dónde? Dime —no quise sonar tan infantil como lo hice, ni tampoco quise que aquello sonara como si buscara compelerlo de que lo hiciera.

Me dirigió hasta un hotel de cuatro estrellas, postrado en una callecita bastante transitada, que, tal como me contó el dueño, contaba con setenta habitaciones para cuatro personas. Me hizo pasar y me ofreció una merienda gratis. Mientras él exprimía a mano el zumo de naranja, comencé a pasearme de un lado a otro como un maniático.

THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora