Capítulo 128

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El hombre nos condujo hacia un pasadizo recóndito, reservado para sus fines facinerosos, con un paso lento, flemático pero seguro, abriéndose paso entre las maquinarias, las cuales ya habían sido apagadas, dejando atrás un silencio atronador, que ...

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El hombre nos condujo hacia un pasadizo recóndito, reservado para sus fines facinerosos, con un paso lento, flemático pero seguro, abriéndose paso entre las maquinarias, las cuales ya habían sido apagadas, dejando atrás un silencio atronador, que sólo se interrumpía con mis plegarias mentales en las que suplicaba al clemente Señor su auxilio. Por primera vez en toda la estancia, me dediqué a escrutar al jefe con la mirada, con el objeto de grabar sus facciones en mi mente, con la finalidad de poder reconocerlo si algún día volvía a encontrármelo (sobre todo, dado la costumbre generalizada que tenían estos delincuentes de borrar del mapa hasta sus cenizas ni bien han urdido y ejecutado sus planes). Todo en aquel hombre delataba preponderancia: cabello leonardo y hacia un lado, barba tupida y cortada celosamente con la precisión de un cirujano, hombros y espalda ancha, dientes tan blancos que rielaban sin importar la escasa luz que invadía el galpón y un costoso chaleco antibalas oculto tras su camisa, que salvaguardaba su pecho. Tenía el porte de un líder hecho y derecho.

No tardamos en dirigirnos hacia la salida. Allí, un clamoroso Jeep verde militar nos esperaba estacionado, haciendo alarde del dinero que la organización dilapidaba a diario. El líder nos indicó a Sebastian y a mí que nos apostáramos en los asientos traseros. Obedecimos con sujeción y nos apostamos uno pegado al otro, disponiendo el escaso espacio para encontrarnos lo más cómodos posibles. A continuación, subió el estéreo del vehículo y colocó unas canciones antiguas cuyo autor y nombre desconocíamos y nos dirigió por la espesura, hasta llegar a un camino pedregoso que nos condujo hacia la autopista. El viento helado me obligaba a entrecerrar los ojos y me incitaba a extrañar los vidrios tintados de la gran mayoría de los vehículos.

Un segundo automóvil, esta vez un pequeño Ford Ka constituía nuestra única compañía humana en medio de la penumbra. La díada se colocó uno al lado del otro, lo que me dio a entender que nos dirigíamos hacia el mismo destino. A mi lado, Sebastian se desplomó sobre su asiento, sin preocuparse por colocarse el cinturón de seguridad, al tiempo que los lánguidos movimientos del vehículo provocaban accidentales choques contra mí, lo que me resultó tan lacerante que me tomé la delicadeza de regresarle la gentileza con sutiles codazos que le dejarían varios hematomas al despertar. El jefe no percibió nuestra pequeña disputa o, si lo hizo, no le dio importancia; se limitó a conducir siempre recto hacia nuestro destino, que sólo él conocía.

No pude pegar un ojo en el trayecto, sobre todo desde que Sebastian comenzó a rezumar y a salpicar su transpiración sobre mí cada vez que su cabeza acababa en mi regazo. Por consiguiente, pude notar, deduciendo a partir de los carteles que señalizaban la carretera, que nos dirigíamos hacia el aeropuerto internacional, dispuestos a seguir atravesando el país a cabo a rabo para impartir una justicia injusta, doblegar a los condescendientes y haciendo boquear a quienes se catalogaba de culpables.

A las cinco de la mañana acabamos aparcando en la periferia del establecimiento. El misterioso conductor del Ford Ka descendió de su vehículo, acarreando unas maletas que constituirían nuestro falso equipaje. Celoso, nos entregó a Sebastian y a mí dos valijas con tanta delicadeza que parecía que contuvieran objetos frágiles en su interior. Ambos extendimos nuestras manos en un acto reflejo y con un movimiento mecanizado, agradeciendo con un movimiento de cabeza. El otro hombre nos dedicó una sonrisa cáustica antes de concentrar su mirada en mí. La tenue luz de la calle me permitió percibir sus rasgos con más detalles de lo que había querido.

THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora