Capítulo 53

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La acometividad con la que se enfrentaban unos con otros hacía juego con los botarates que se arrojaron al agua, sin tener cuenta siquiera lo tumultuosas que se encontraban las mismas, agitadas a más no poder

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La acometividad con la que se enfrentaban unos con otros hacía juego con los botarates que se arrojaron al agua, sin tener cuenta siquiera lo tumultuosas que se encontraban las mismas, agitadas a más no poder. Extendí mi moflete izquierdo para recibir un golpe de Nemo; a menos, con alguien debería desquitarse y el culpable no era más que yo mismo. Sobre la cubierta, los últimos gritos de algunos señalaban el inminente final de una tripulación desdichada. Parados desde el palo mayor, observábamos con calma y dejadez el espectáculo, mientras Nemo hacía como que ignoraba mi carrillo y contenía sus impulsos con bufidos.

—¿Qué estás esperando? —lo inquirí, por lo bajo, no por ello con tranquilidad.

—Todavía tienes tanto que aprender —respondió por fin, sin dejar de tamborilear sus dedos alrededor de una madera inexistente—. No puedes ir y pretender esquilmar algo sin conocer siquiera algunas variables. Mi joven amigo, la idea de quedarme aquí se llama ser oportunista. Esperaremos a que anochezca para pasar lo más desapercibidos posible.

Y eso fue lo que hicimos. Mi corazón se estrujaba de dolor al ver cómo los desesperados tripulantes se paseaban de una punta a la otra, protagonistas del naufragio del Titanic del nuevo milenio, con la única diferencia de que allí ninguno de ellos estaría vivo para recibir el Oscar, más que nosotros (o eso esperaba). La fogosa estrategia de uno de los marinos más experimentados tampoco dio resultados positivos; sólo sirvió para acelerar la hoguera, cual infierno viviente. Las horas continuaban transcurriendo con la lentitud de un caracol, siendo que los segundos se marcaban con los gemebundos estallidos de tristeza de los tripulantes y las horas con una columna de fuego que se disponía a convertirnos en pollos rostizados.

Al fin, tras derrotar el ocaso al alba, e iluminados por la tenue luz de una luna creciente, Nemo me indicó que era hora de actuar. Horadamos a nuestro alrededor con una sierra que reposaba en uno de los extremos para evitar que cualquiera pudiera refugiarse en nuestro viejo búnker, y saltamos al vacío. En la caída, de más de quince metros de altura, conseguí consumir los dos litros de agua diarios de los que tanto hablan los médicos, pero por la nariz. Cuando por fin conseguí escalar hacia la superficie, me encontré con el inocuo a mi lado, quien me jochaba con gestos frenéticos de ambas manos.

Sin darme tiempo siquiera para litigar o cuestionar de algún modo sus planes, jaló de mi brazo y me arrastró hacia el perímetro en donde se encontraba aquel viejo bote por el cual todos arriesgaron su vida. La mica situación me recordó, con pesar, a las migraciones en nulidad de miles de asiáticos, ansiosos por encontrar una mejor calidad de vida a diez metros de su patria.

Un ñero y un orate eran los únicos que aún continuaban con vida o, al menos, los únicos valientes capaces de dar batalla. Tras dos certeros disparos que le volaron los sesos, el camino quedó libre de peligros y, de ese modo, nuestra misteriosa libertad estaba a punto de jugar su última carta. Sin perder su penacho ni tampoco marginar su necesidad, Nemo exigió mi ayuda con cañón en mano, la cual no dudé en ofrecer de inmediato, preocupado más por la muerte por ahogo que por la bala de plomo en la frente.

THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora