Capítulo 84

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El doctor apresuró la llegada de su comitiva más de treinta minutos

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El doctor apresuró la llegada de su comitiva más de treinta minutos. Su rostro daba muestras de un repentino e inminente envejecimiento a tal grado que no me habría extrañado que llegara acompañado de un bastón al cual asirse. Me dirigió un rictus, simulando ante los demás de que ya éramos muy buenos amigos. Aquellos a quienes me había llegado, lejos de estar inmersos en unas piltrafas inmundas, parecían casi no ser empleados sino propietarios de la propia compañía. Sus aspectos bien pulidos parecían franquear cualquier obstáculo que se les cruzara. Fabulaba yo lo costosos que habrían salido esos trajes y el negocio multimillonario que Helling manejaba.

—Si a lo que refiere es birlar —inició el doctor, con más énfasis que lo necesario—, le presento a mis dos más grandes estafadores: Laucha —cuya gran nariz destacaba de su rostro— y Redondel —su nombre hacía honor al aspecto mullido que su abdomen presentaba.

—Ahórrese las presentaciones y mucho menos con motes desagradables —le recriminé, acompañando con mis gestos a mis palabras, como un asiduo tornasol de mis emociones.

—Deberías demostrar mayor consideración; ni siquiera te hice esperar por hallarme rezagado. Y ahora no voy a soportar que un jovencito meón me venga a impartir órdenes a mi propia empresa —me atacó.

—La organización te hará caer todo su peso por tu rebeldía. Te muestras pusilánime conmigo y valiente cuando te rodeas de tus mejores hombres —le retruqué.

Un aldabonazo nos obligó a aplacar las aguas y simular que todo aquello se encontraba bajo control. Cada uno de los miembros del ejército de Helling se volteó hacia la puerta, recibiendo indicaciones de no llamar la atención. El presidente de la compañía atendió a quien del otro lado se hallaba, procurando que su indecible rabia fuera contenida y, tras dedicarme una mirada abarrotada de odio dispuesta a caldearme, hizo lo que debería. Recibió al encargado con una asertividad que resultó en demasía en relación a su condición: un simple y viejo cartero.

—¿Es usted Edward Helling? —me inquirió, al verme sentado en el sitio que le correspondería al aludido.

—En absoluto —lo rectifiqué, dejando consumado el hecho de que mi poder se alzaba por encima de cualquier nombre que estuviera en boca de todos.

—Soy yo, soy yo.

Helling se empeñaba en aclarar la confusión y, en su nerviosismo, demostró ser patoso e inepto al caérsele el paquete ni bien estuvo en sus manos. Todos, incluido el propio anciano, esperábamos un estruendo contra el suelo, el cual probaría el carácter de neurótico y cantamañanas de Helling; no obstante, la caja, lejos de espachurrarse, permaneció intacta. El aludido estampó su rúbrica al pie del formulario correspondiente, dándole un colofón exitoso a la empresa, despidiendo con una sonrisa al hombre, quien había quedado sorprendido y concomía la suerte del afamado personaje (Dios sabrá cuántas veces se le habrá patinado una de esas cajitas moradas obteniendo el tan temido resultado).

THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora