Capítulo 49

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En el recóndito y mundano túnel, continuamos ascendiendo por unas escalerillas que, tal como me lo había indicado Nemo —el único no neófito de los dos en dichos parajes—, acabarían conduciéndonos hasta una pequeña sala en donde encontraríamos ropa...

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En el recóndito y mundano túnel, continuamos ascendiendo por unas escalerillas que, tal como me lo había indicado Nemo —el único no neófito de los dos en dichos parajes—, acabarían conduciéndonos hasta una pequeña sala en donde encontraríamos ropa seca y un vehículo de escape. Con cuidado de no perder mi toalla ni mis atributos, atravesé varios pasadizos, algunos de ellos capaces de lastimar a cualquier incauto, mas yo, lejos de sentirme acéfalo, me gustaba decirme a mí mismo que estaba en los infiernos para cumplir mi anatema y que Virgilio era mi guía (después de todo, en el submundo me encontraba), pero desconfiaba de que llegara a un círculo muy extenso. De hecho, no me habría sorprendido ni en lo más mínimo si me encontrara cara a cara con Bruto, Casio o hasta con el mismísimo Satanás, inmensos en sus gélidos cubículos. Atravesamos los pasos con sigilo, cuidando de no despertar a los espíritus.

Al aproximarnos a la entrada, Nemo orilló una enorme plancha de metal que ocultaba la entrada, la sostuvo con sus poderosos brazos y la colocó a un costado. Nos forzamos a agacharnos para poder ingresar y, al levantar mi cabeza, me encontré con un exorbitante aposento, digno de un miembro de la alta sociedad.

—Es en este momento cuando reconsidero trabajar para los malos —bromeé, a la vez que acariciaba unos bafles que andaban de usanza por los últimos tiempos y que incluso mi madre no había alcanzado a comprarme jamás.

—Qué bueno que lo mencionas —en su expresión no noté ninguna mueca de burla; muy por el contrario, se transparentaban a la legua sus torvas intenciones.

La calidez de la chimenea emanaba un vaho que me hizo entrar en calor. Antes de que acabara de vestirme, Nemo me recomendó que curara mis heridas de inmediato para evitar cualquier infección o muerte por exangüe, destacando su carácter de galeno, profesión que todos en su familia venían aprendiendo desde el Siglo XVI cuando un tal Edmundo Quasimodo comenzó a inculcárselo a sus hijos y generaciones futuras (de hecho, mi guía conocía a la perfección los nombres de sus antecesores y no titubeaba ni se olvidaba de ninguno de ellos durante su oratoria).

La entropía física y mental a la que me había visto sometido en las últimas horas me encontró tendido sobre el piso, sin siquiera despertarme cuando las gotas de alcohol penetraron en mis heridas, inconsciente de lo que había pasado incluso antier. Nemo me dejó descansar un rato —de nada sirve un perro si no se echa una buena siesta antes de jugar— y se ocupó de sus asuntos.

Cuando desperté, lo vi ocupado en un palipsepto demasiado complicado para mi lucidez de recién despierto, con un bolígrafo en su mano y un teléfono en la otra. La situación se tornaba más a una disensión que a una conversación; él gesticulaba como si su interlocutor lo estuviera viendo, abría dos veces más la boca para intentar que se le comprendiera, empleó el alemán, francés, italiano y español en el intento hasta que, con este último, consiguió hacerse entender. Conversaron en forma animada durante un largo rato, inmersos en una elucubración profunda, durante la cual aproveché para llenar el buche un poco. De las pocas palabras que pude entender con mis rudimentarios conocimientos lingüísticos, comprendí que la situación no iba para nada bien; palabras como «urgente»,«traer» y «jefe» resonaron con fuerza durante la discusión y me dieron una aproximación sobre de qué podría haberse tratado el asunto por el que la díada difería.

THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora