Capítulo 118

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Mientras esperaba la intervención salvadora de Nemo, sentí como mis ojos y oídos se aguzaban, procurando escaparme de aquella prisión viviente, abandonando un lobby de odio para sumergirme en otro aún más peligroso

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Mientras esperaba la intervención salvadora de Nemo, sentí como mis ojos y oídos se aguzaban, procurando escaparme de aquella prisión viviente, abandonando un lobby de odio para sumergirme en otro aún más peligroso. La remera blanca que Frank me había otorgado el día anterior se había percudido a causa de la suciedad y el sudor. Sin embargo, inmenso en aquella porquería, me hallaba tan achispado que apenas podía pensar en el infierno viviente en el que me encontraba, vegetando sin ningún objetivo en particular. Nada resultaba un óbice para aquella organización tan preparada para la maldad.

Supuse que forzarían la entrada, por lo que me empeñé en ordenar toda la gresca que estaba desparramada en el piso, que de componía, en su mayoría, por remeras de marca apenas estrenadas, juguetes de niño rico y un calzoncillo diminuto Calvin Klein que llevaba meses sin lavarse. Apuesto a que todavía le quedaban bien a Frank. Tomé con mucho asco la ropa interior ora la arrojé lo más alejado que pude. Apilé el resto de la basura en una montaña similar a la que había desmoronado, unos metros más allá. Cuando todo estuvo bien dispuesto, abrí el último paquete de Oreos que el joven me había dispuesto a modo de merienda, y disfruté de devorarlas una a una, separando con mucho cuidado las tapas, a la vez que me carcajeaba al pensar cómo el plan de Frank se había ido por la borda.

A la computadora le restaba un diez por ciento de batería antes de terminar por apagarse, por lo que realicé un trabajo muy casero pero eficiente. Tras un par de segundos y con el odio contenido en mi pecho, escribí la frase «Te odio, Frank» en el medio de la pantalla. Aquello, lejos de rezongar a mi captor, lo mantendría alerta a mis próximos pasos. Nadie quisiera meterse contigo después de tales palabras. Recordé, con orgullo, cómo un simple fósforo y un bidón de gasolina habían iniciado la deflagración que acabó con el primer escondite de Themma. El recuerdo y la iteración de dicha historia serían una advertencia suficiente para aquel cobarde.

Musité los insultos finales contra mi secuestrador en cuanto oí a mis rescatistas del otro lado de la puerta. Si hacía un esfuerzo, podía escuchar el zafarrancho en mi corazón, que amenazaba con salirse de su sitio a cada pulsación. Los hombres barbotaban órdenes inteligibles desde el lado opuesto. Percibí que estaban haciendo cálculos; mientras que los más lógicos buscaban eliminar la cerradura, los prácticos y los avinagrados sostenían con fervor su postura de derribar la puerta sin miramientos. Ninguno reculaba su propuesta hasta que, por fin, la voz de una mujer de la edad de mi madre los detuvo en seco.

—¡Basta de sandeces! Lo quiero fuera de aquí, ahora —ordenó, con su voz aflautada, lo que convertía la imperación en algo risible.

Esperaba que el desacato a sus órdenes no fuera un motivo tan contencioso ni tampoco que diera lugar a ningún tipo de peroratas. Los súbditos habían comenzado ya a forzar la cerradura cuando una voz se apareció por detrás.

THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora