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A Joey sus padres le habían dicho varias veces que los sueños eran solamente eso: Sueños.

No había, pues, manera alguna, de que él resultase lastimado en los mismos.

Sin embargo, la validez de tan tranquilizantes afirmaciones parecía desvanecerse como el humo cada vez que en los sueños del chico se aparecía aquel viejo horrible, capaz de tornar con su mera presencia la belleza en espanto, y la maravilla en el horror más absoluto: Era alto y estirado como un árbol, estando dibujada en su rostro de manera permanente una grotesca sonrisa, mientras que sus ojos se mostraban enteramente blancos, siempre abiertos de par en par.

No bien el chico divisaba en la distancia a dicho personaje, tan sólo bastaba que él diese un parpadeo, y aquel viejo se le aparecía por detrás o al costado, inmediatamente después de lo cual llevaba a cabo una acción terrible: O bien lanzaba al muchacho por los aires hasta una altura por encima de las nubes, o bien procedía a coser sus labios y ojos con alambres sin que su pobre víctima pudiese hacer nada por impedirlo.

Una vez, al término de uno de esos sueños terribles, el viejo le había convertido en marioneta, sacándole todos los huesos y reemplazándolos con aserrín; también le arrancó los ojos, poniendo dos esferas de vidrio en su lugar.

Eran sueños escalofriantemente vividos, que provocaban que el chico se levantase gritando a viva voz, situación que en seguida inspiró la grave preocupación de sus padres.

Un intensivo tratamiento psiquiátrico fue llevado a cabo a lo largo de los meses siguientes, esperándose que los medicamentos y sesiones terapéuticas bastasen para devolver la tranquilidad de espíritu al niño.

Lo más desconcertante del asunto es que no había forma de determinar cuál era el origen de tan monstruosas visiones: La apariencia de aquel viejo no correspondía en lo más mínimo con ninguna clase de figura identificable.

Por fin, al cabo de varios meses, los tratamientos parecieron dar resultado, y las pesadillas de Joey cesaron repentinamente, conciliándose de esa manera sólo sueños apacibles, sin la menor perturbación.

Aproximadamente un año después, cuando tuvo lugar el cumpleaños de Joey, sus padres le concedieron un regalo singular: Se trataba de un precioso telescopio dorado, el cual fue usado por el niño esa misma noche a fin de admirar la superficie lunar.

Imagínense la sorpresa de Joey al momento de descubrir en la lejana superficie de dicho astro al mismo anciano de sus pesadillas, señalándole mientras en su rostro se exhibía nuevamente su espeluznante sonrisa habitual.

Presa del asombro, Joey no pudo evitar dar un parpadeo, inmediatamente después de lo cual pudo sentir en su hombro el contacto de una mano huesuda de dedos alargados.

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