El Intercambio

6 2 2
                                    

No era yo muy apegado a mi padre, pero de igual  manera el comunicado en el que se me informaba de su defunción me afectó mucho más de lo que me habría esperado. 

Para mí fue algo así como un instante de revelación, haciéndome ver cuanto le quería en realidad .

Fue un viaje largo el que me trajo de vuelta al hogar, ahora viejo y abandonado, viniendo a recibirme en dosis iguales la melancolía y la culpa en cuanto yo divisé el  ataúd abierto que estaba siendo velado en plena sala, alrededor del cual se encontraban reunidas unas doce personas, de las cuales yo solamente fui capaz de reconocer a mi propia madre.

 Ella se separó de aquel grupo tenebroso a fin de darme la bienvenida: Numerosas lágrimas surcaban su rostro al tiempo que sus brazos rodeaban mi cuello, verdaderamente inconsolable era su llanto mientras sollozaba con el rostro apoyado sobre mi pecho.

—Ve a ver a tu padre, hijo mío—me suplicó—.  ¡Él quería tanto verte! ¡Hasta el momento de dar su último suspiro no dejó de repetir tu nombre, como si hubiese querido hacerte aparecer aquí por medio de la magia!

En cuanto yo me aparecí en la sala, los otros once invitados procedieron a retirarse de forma ceremoniosa: Todos ellos eran personajes grises y siniestros, cuyo gesto me resultaba sumamente amenazador, a pesar de sus hipócritas sonrisas y la edulcorada sensiblonería de sus más sentidos pésames. 

Imposible no pensar en aves de rapiña que acababan de hacer espantadas, listas para volver en el momento más propicio. 

Uno de ellos, apoyando su mano huesuda como un garfio sobre mi hombro derecho, me dijo a manera de despedida:

—La muerte no es el final. ¡La muerte nunca es el verdadero final de nada!

Ese mismo sujeto fue quien condujo a mi inconsolable madre fuera del recinto, dejándome a mí sólo con mi padre muerto: Sus restos había sido dispuesto por el arte del embalsamador a fin de  que aparentase estar profundamente dormido, más la horrible palidez cadavérica de su rostro no tardaba en poner en evidencia la verdad de tan grotesca charada.

Él se encontraba dentro de un féretro blanco, impropio de un hombre serio y anciano como él. Según yo recordaba, en ataúdes blancos solamente enterraban a los niños y jóvenes que morían en plena flor de la vida: Así había sido siempre en el pueblo donde yo viví, y no pensé que desde mi partida hubiesen cambiado tanto las cosas para cambiar aquella antigua tradición.

Aquel ataúd casi parecía una burla a su muerte, hecho que me provocaba cierta indignación, pero sin demora dejé yo que mi rabia se convirtiese en lástima, dejándome conmover por la terrible emoción que me embargaba durante esos momentos:

—Aquí estoy, padre —le dije en tono sumamente respetuoso mientras yo apoyaba mi mano viva sobre las suyas, totalmente heladas—. He vuelto por fin a casa...

Lamenté en verdad que las últimas palabras intercambiadas entre ambos hayan sido tan duras, dejándome llevar entonces por una agridulce nostalgia, esforzándome en rememorar los pocos recuerdos felices que ambos compartíamos, antes de que la brecha entre nosotros se tornase insalvable, motivándome a dejar para siempre mi antiguo hogar.

No sé si ese tiempo fue poco o mucho, pero si sé que mientras me despedía de mi padre, su mano inerte y fría recuperaba el calor, extendiéndose luego hasta mi cuello, el cual estrujó hasta hacerme perder el conocimiento.

Todo ocurrió de forma repentina y violenta, sin tener yo oportunidad alguna para defenderme. Por unos segundos, yo incluso tuve plena convicción de estar soñando, de estar siendo parte de alguna clase de espantoso delirio.

Al despertar, era yo quien yacía embalsamado dentro de aquel ataúd blanco, pero mi madre no me reconocía, sino que pedía consuelo a un falso yo, que no era otro sino mi propio padre,  suplantando mi identidad: Yo le reconocí en seguida por la expresión de sus ojos (¿No dicen acaso que los ojos son la ventana del alma?)

Fueron vanos mis repetidos intentos por demostrar que aún estaba vivo, vanos también fueron mis gritos cuando se cerraba sobre mí la tapa del ataúd.

Mini-Historias de TerrorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora