Un diabólico milagro

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¡Qué crucifijo más horroroso tenía en su cuarto la abuela Gertrude!

Más que Jesús, la figura clavada en aquel madero parecía un alma condenada al infierno. Y al mismo tiempo, también tenía algo demoníaco en su expresión...Algo así como cierto placer morboso parecía adivinarse en su gesto, como si su espantoso sufrimiento le provocase secretamente una alegría sadomasoquista al supuesto "salvador" allí representado.

Pero solamente Chris parecía advertir la malicia que transmitía dicho objeto. Solamente él y nadie más, poniéndose de rodillas los adultos ante ese monigote grotesco, al cual oraban con exaltada reverencia, e instaban al muchacho a hacer lo mismo.

— ¡Señor Jesús, sana por favor a la abuela Gertrude de su enfermedad! —decían la madre de Chris, y también su tía, pasándose a veces tardes enteras suplicando que un milagro ocurriese.

A Chris también le hacían rezar, pero él no confiaba para nada en ese Jesús pérfido y de gesto diabólico, el cual le inspiraba un hondo terror cada vez que él tenía que quedarse cuidando a la abuela enferma en aquel cuarto.

A veces, aprovechando que las ocasiones en las que la abuela se quedaba profundamente dormida, el niño aprovechaba la oportunidad para sacarle la lengua al Jesús de pesadilla, inclusive mostrándole el dedo medio en ocasiones.

"En cuanto se muera la abuela, yo te tiraré a la basura, cosa horrible..." solía pensar el niño, mientras la abuela deliraba, estrechando con fuerza su mano.

Y mientras más sufría la abuela, más diabólico parecía ser el placer del monigote crucificado, el cual a ratos incluso parecía haber cobrado vida.

Y desde luego, no hubo ningún milagro: La abuela siguió empeorando en su enfermedad, hasta que por fin murió.

Pero un día antes de su muerte, ella hizo algo horrible: Obligó a Chris a besar su asqueroso crucifijo, el cual luego de haber sido descolgado de la pared, fue colocado en manos del niño, el cual ni siquiera se esforzó en disimular su repugnancia al tener esa cosa en sus manos.

Tenía un olor repugnante, como de madera podrida. Pero de madera no estaba hecho aquel Jesús mostrenco, sino más bien de un material extraño, que no podía identificarse a simple vista.

—Besa a la cruz, muchacho... —ordenó la abuela Gertrude, casi pasándole aquel fetiche por la cara al niño—. ¡Bésala y recibe en ti la bendición del Señor!

—No... ¡No! —se negó angustiadamente el muchacho, ante la mirada reprobatoria de sus dos padres.

—Déjate de engreimientos...—le reclamó su padre—. ¡Haz lo que abuela te pide!

— ¡No quiero! —reclamó el niño, y de pura cólera su padre le retuvo, poniendo el crucifijo horrible sobre su boca, haciendo que el chiquillo sintiese un contacto nauseabundo sobre sus labios, haciéndole vomitar.

— ¡Pero que niño más horrible! —Comentó la tía de Chris—. ¡Si rechaza al propio Jesús es porque tiene el diablo dentro!

Chris pasó enfermó todo el resto de aquella tarde, pero nadie le prestó mayor atención, y esto fue porque la salud de la abuela Gertrude empeoró considerablemente, entrando en una fuerte agonía durante la madrugada.

—Por tu culpa la abuela se ha puesto peor...—le dijo al niño su padre, encerrándole en su cuarto, ajeno al malestar que sentía—. ¡A ella Dios la recibirá en el Cielo pronto, pero a ti al Diablo va a terminar llevándote como no cambies de actitud, pequeño monstruo!

Dos días después, la abuela fue enterrada con todas las solemnidades correspondientes.

En todo ese tiempo, ninguno de los padres de Chris le había dirigido palabra alguna, aunque de cuando en cuando le dirigían unas fugaces miradas de desprecio, como diciéndole al chico:

"Mira, esto es culpa tuya. La abuela se ha muerto por culpa tuya."

La tía de Chris dijo durante el velatorio que la abuela en su ataúd parecía un ángel o una santa en su tumba.

Chris no compartía esa impresión, pero ciertamente hubiera preferido tener que pasar una noche entera al lado de la abuela muerta que teniendo que pasarla con ese horrible crucifijo suyo en su habitación, hecho que tuvo lugar en los días subsiguientes, puesto que de acuerdo con el testamento de la difunta, aquel fetiche grotesco le había sido legado en herencia al niño.

Poco importaron sus protestas.

De igual forma el asqueroso crucifijo que alguna vez perteneciese a la abuela Gertrude eventualmente fue clavado en la pieza del muchacho, volviendo el lugar un sitio mucho más terrible y tenebroso, como si el propio diablo se hubiese instalado allí...Un diablo mal disfrazado de Mesías, pero cuyo disfraz bastaba sin embargo para engañar a todas las personas.

Una tarde, aprovechando la ausencia de sus padres, y cansado ya de tener que aguantar la insufrible presencia de tan espantoso objeto en su dormitorio, el niño se decidió a deshacerse de aquel crucifijo de una vez por todas, así ello le costase quedarse castigado de por vida:

Luego de haberlo descolgado de la pared, el niño llevó aquel maldito crucifijo hasta una arboleda cercana a su casa, trayendo consigo también un martillo, con el cual se apresuró a darle varios golpes en la cabeza a aquel Jesús diabólico y retorcido.

Eso sí, antes de hacerlo, se aseguró de colocar un pañuelo blanco sobre tan horrenda efigie. Verla a los ojos resultaba algo simplemente aterrador, casi pareciéndole que estos le miraban con la misma expresión y burlona mostrada durante los peores momentos de agonía de la pobre abuela Gertrude.

— ¡A ver, Jesús! —Se le ocurrió decir al muchacho, luego de asestar el cuarto martillazo, tras el cual oyó el ruido de algo resquebrajándose—. ¡Adivina quién te pegó!

Pero en cuanto el pañuelo fue apartado, el horrible rostro de aquel Jesús diabólico seguía estando completamente intacto.

"No lo entiendo...Entonces, ¿Qué fue lo que se rompió?" alcanzó a pensar el niño, antes de sentir algo húmedo recorriéndole el rostro.

Y al pasarse la mano, Chris descubrió que se trataba de su propia sangre.

No fue sino hasta la mañana siguiente cuando los padres de Chris finalmente encontraron al muchacho, muerto en la arboleda: Su cabeza había sido completamente deshecha a martillazos, estando junto a su cadáver aquel horrible crucifijo de la abuela Gertrude, todavía sin haber sufrido el más mínimo rasguño.

La desagradable mueca en la figura crucificada casi parecía estar a punto de tornarse en una sonrisa de mórbida satisfacción...

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