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Nadie en el pueblo quiso creerme, pero yo sé lo que vi: Era como una mezcla de hombre y perro, todo largo y huesudo, cubierto de barro y pelo.

Tenía la vista alzada al cielo; blanco eran sus ojos y ante su mirada el cielo parecía ensombrecerse, como si su mera presencia conjurase la oscuridad.

Pegó un aullido entonces, un aullido aterrador como ninguno, porque la suya era la voz de un hombre que agoniza, un hombre que arde en medio de las llamas del infierno, más allá de toda piedad divina.

Corrí presa del terror, lo más lejos que pude. Pero no pude volver al pueblo, ya que no tardó en desatarse una lluvia torrencial que inundó todos los caminos y me mantuvo lejos del camino de vuelta a casa.

A mi pueblo natal yo no regresé nunca; me dijeron después que esa misma noche un huaico había arrasado todas las casas.

Nadie logró sobrevivir al desastre; hay quienes dicen que ese fue el castigo que trajo el oll-caihuas porque la gente era mala, codiciosa e incrédula; ya no respetaba las fiestas ni le rendía devoción a nuestro Señor Jesucristo.

Eso no lo sé con certeza; era tan pequeño cuando ocurrió la catástrofe que apenas si consigo recordar si la gente que murió era buena mala.

El hombre-perro, el oll-caihuas, eso sí quedó grabado en mi memoria.

Y la noche en el que ese mundo mío de la infancia fue borrado del mapa, él estuvo allí, como un mensajero de la fatalidad.

Y por eso, cuando oigo a los perros aullar en la distancia, durante las noches oscuras, durante las noches lluviosas, el miedo me invade, casi pareciéndome verlo en lo alto de los cerros, echándonos su maldición para que todos muramos.

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