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"Yo estaba equivocado. El dolor nunca se acaba."

Eso decía una nueva anotación aparecida en las páginas del diario de mi hijo, a un año de su fallecimiento.

Se había pegado un tiro en la sien, víctima de una insufrible desolación cuya causa todavía no consigo explicarme hasta el día de hoy.

Y ese diario suyo ha permanecido bajo llave en una de las gavetas de mi escritorio desde hacía varios meses; nadie más que yo pudo haber tenido acceso al mismo.

Nadie más que yo, y sin embargo allí estaba esa nueva anotación, plasmada con su inconfundible letra de trazos temblorosos.

Otra nota apareció un par de días después. Esta decía:

"El dolor no se acaba. Así que no tengo más remedio que compartirlo."

Poco tiempo después, los niños del pueblo comenzaron a morirse uno por uno, víctimas de una extraña enfermedad: Presas de grandes fiebres y delirios, los doctores y enfermeras oían decir a estos pequeñuelos en medio de sus estertores agónicos que un ángel se les había aparecido, listos para llevarles en sus brazos hacia al Paraíso.

Yo mismo atestigüé una de estas trágicas muertes: Era una niña rubia, pálida como un fantasma cuando la enfermera y yo arribamos a su casa; ella extendía en el aire sus dos ambos, repitiendo el nombre de hijo una y otra vez, agregando asimismo:

— ¡Llévame! ¡Llévame contigo a ese lugar, donde existe el dolor! ¡Llévame con Dios y sus santos ángeles!

Sus últimas palabras estuvieron dirigidas para mí; alcanzó a musitarlas antes del último estertor que la llevaría a la tumba:

— ¡Jamás habrá un lugar en el Cielo para ti! ¡Jamás!

Ya lo sé bien, el dolor nunca va a terminarse. Y por eso mismo, no tengo más opción que compartirlo, a través de estas últimas líneas.

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