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Finalmente, Greg y yo estábamos en nuestra luna de miel

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Finalmente, Greg y yo estábamos en nuestra luna de miel. La primera semana en España, fue increíble. Solo placer, buena comida, y varios sitios marcados en nuestra lista para visitar. Éramos un par de turistas enamorados en una ciudad con historia detrás de sus paredes. Mi esposo me convenció por recorrer museos y ver obras de arte que siguen casi intactas con el pasar de los siglos.

Él admitió que sus habilidades de dibujo son espantosas, jamás aprendió hacer algo mejor que un círculo y un par de palitos conectados al dibujar una persona. Y sin embargo tiene una peculiar admiración por las obras de la época de oro. Lo vi en sus ojos, en su gesto impertérrito con que admiraba cada cuadro, como si intentase descifrar en qué pensaba el artista al pintar sobre el lienzo.

Nuestra segunda semana fue incluso mejor, ya habíamos decidido saltarnos lo convencional de la capital de Francia, por lo que viajamos al sur. Nos alejamos del típico esplendor de las grandes ciudades congestionadas de personas, por un pacífico pueblo lleno de cultura, vida, y vistas inigualables al mar. Rentamos una casa por toda la semana, con acceso a una playa privada de arena blanca y aguas cristalinas.

El clima cálido obró a nuestro favor todo el tiempo, no era algo que se podía obtener en Londres muy seguido. Toda una semana con el sol brillando fuerte en el cielo sin una sola nube gris de posible lluvia. La calma y privacidad también fueron dos alicientes para jamás querer abandonar esta mágica casa. Estábamos solos, trazando cada día según avanzábamos con él. Desayunar fuera, regresar a la playa, tomar el sol, leer un rato en la terraza, mirar a Greg con sospecha hasta hacerle perder la paciencia y tener sexo al aire libre. No teníamos vecinos cerca, así que aprovechamos la oportunidad de ser ruidosos en el exterior...

—¿Nina? —me llamó Greg, sacándome de mis pensamientos.

Estábamos en el baño privado de nuestra habitación, él en la regadera y yo todavía seguía frente al lavabo, observando el frasco de pastillas anticonceptivas que tenía en mis manos. Mi cabeza seguía siendo un caos, una parte de mí quería parar de tomarlas y solo dejar que un hijo llegase a nosotros como si nada.

Pero otra parte de mí, sentía que debía esperar, han sido casi tres asombrosos años con Greg. Estar casados en realidad no es muy diferente a cómo estábamos antes, hemos tenido el tiempo suficiente para conocernos y todavía estamos juntos.

Y sin embargo mi conciencia me pedía esperar, que le diera más tiempo a Greg para asimilar la idea de algún día ser padres.

—¿Nena, estás bien?

Me giré ante su segunda pregunta; apoyé mi trasero contra el borde del mostrador del lavabo. No me sorprendió encontrar a mi descarado marido con la cortina corrida del baño. Greg es muchas cosas, pero penoso jamás. El agua seguía cayendo como lluvia sobre su hombro, esas codiciosas gotas de agua se deslizaban por su cuerpo duro y fibroso, abrazándolo con esmero.

—Nina... —gruñó mi hombre, fastidiado— ojos arriba, joder.

Me reí entre dientes, pero dejé a su ingle en paz. Es imposible no bajar la mirada, lo he visto miles de veces, está muy grabado a fuego en mi cabeza, pero nunca de los nunca desaprovecharía la oportunidad para ojear a mi sensual marido desnudo.

NO JUEGUES CON EL PERVERSO ABOGADODonde viven las historias. Descúbrelo ahora