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No puedo alegar padecer de amnesia, pero a veces me sucede como ahora que intento recordar ¿qué hice mi último día en Santorini? No hay mucha información que venga a mi cabeza, en especial cuando Greg me distrae lo suficiente como para olvidar res...

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No puedo alegar padecer de amnesia, pero a veces me sucede como ahora que intento recordar ¿qué hice mi último día en Santorini? No hay mucha información que venga a mi cabeza, en especial cuando Greg me distrae lo suficiente como para olvidar respirar. Soy su esposa, se supone que ya tuve que superar el efecto colegiala enamorada. Pero no lo he hecho.

Solo tengo que alzar la mirada, para reparar en su serio semblante y listo. Falta de oxígeno en mi cerebro. A veces no sé si es su oscura mirada, o la forma que la sombra de su barba lo hace ver tenaz cuando no sonríe. A muchos les parecerá atemorizante y hasta intimidante su forma de observar con cero emociones marcadas en su rostro masculino más que un ceño fruncido o una sombría línea recta en su boca.

Y luego estoy yo, derritiéndome por una de esas miradas de mi esposo. Tenía el corazón acelerado, estrujándome la garganta mientras intentaba no moverme demasiado sobre las sábanas blancas de la cama.

—Nina. No estás prestándome atención —se quejó mi marido, agachando su rostro para encontrarse con mi mirada.

Nos hallábamos en una posición de Yo te domino haz lo que digo. Greg seguía a horcajadas sobre mí, mi torso se apretujaba entre sus fuertes piernas y su bóxer negro con su paquete bien definido estaba a centímetros de mi rostro. Mis manos seguían sobre mi cabeza mientras este las ataba a los barrotes de madera del cabecero de la cama, usando un par de mis medias. Es el tercer par que me arruina en este viaje.

Ya hacía varios minutos que perdí mi vestido veraniego y mis bragas de algodón. Esta era otra ronda de lo influenciable que soy cuando Greg suelta su "juguemos, nena" como un ronco susurro que acompaña con la mueca de una perversa sonrisa. Y justo eso hacíamos...

—Estoy muy segura que te estoy prestando toda mi atención, Greg —le respondí fingiendo inocencia—. Casi olvido cómo respirar hace unos minutos atrás. Y fue tu culpa.

Mi esposo mudó su ceño fruncido por una media sonrisa ladina y una grave risa baja. Tuve que inhalar hondo para recordarle a mis pulmones su única maldita función: No dejarme morir.

—Está bien. Entonces dime, ¿qué te acabo de pedir?

—Eh... no lo sé —canturreé casi sin voz—. ¿Qué gima más alto, quizás?

Greg me observó con recelo, empezó a recular arrodillado, solo unos centímetros para poder encorvarse hacia el frente. Su rostro oscilaba a escasos centímetros del mío, contuve el aliento tragando duro para aplacar las ganas que tenía que sus labios me asaltaran hasta el alma.

—¿Soy yo? O ¿te estás esmerando en recibir esas nalgadas, nena?

Mis entrañas ardieron a fuego lento con la marcada advertencia en su voz.

—¿No era eso? —pregunté intrigada, y muy ansiosa.

Mi perverso hombre negó lento, sus ojos pardos jamás dejaron los míos. Entonces obtuve una de sus medias sonrisas de infarto. Justo lo que necesitaba para sentir las pulsaciones de expectación en mi vientre.

NO JUEGUES CON EL PERVERSO ABOGADODonde viven las historias. Descúbrelo ahora