[PRIMER LIBRO TRILOGÍA AMOS]
Érase una vez un ángel y un demonio.
El ángel conquistó al demonio con su perversa mirada y el Demonio conquistó al ángel con su inocencia. Desafiando las reglas de sus creadores se atrevieron a enamorarse.
Así como es...
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La fría y gélida noche empezó a mezclarse con una densa niebla.
Apoyé mis manos en el suelo de tierra negra para incorporarme con cuidado, sin tener idea alguna de dónde me encontraba. Abracé mi cuerpo desnudo cuando el frío empezó a ser casi insoportable. Mi largo cabello oscuro se interponía de vez en cuando en mi campo de visión. Me encontraba sola en un amplio terreno carente de naturaleza. Seguí andando hacia una montaña que mis ojos divisaron. Sólo podía distinguir su forma entre la niebla por lo que obligué a mis pies a aumentar la velocidad cuando empecé a temblar exageradamente. Lo más seguro es que esté dormida, pero una de mis condenas al parecer eran éstas realidades a las que viajaba.
¿Por qué? Por una simple razón. Sentía esas realidades más reales que la principal.
De un momento a otro pies dejaron de sentir la tierra negra para pasar a una textura más húmeda. Dejé de abrazar mi cuerpo para bajar la mirada a éstos. Pensé que mis ojos me fallaban por lo que decidí acuclillarme y no, no me habían fallado. Llevé una de mis manos al suelo y tras tocarlo con las yemas de mis dedos confirmé que era sangre. Levantándome seguí caminando, ésta vez en alerta. No supe cuántos metros anduve pero mis pies siguieron caminando sobre sangre. Sin comprender de dónde provenía ésta decidí no volver a mirar abajo. La niebla empezó a disiparse poco a poco a medida que me acercaba más a la montaña. Miraba de vez en cuando sobre mi hombro, cerciorándome de seguir sola. Y entonces ocurrió.
Mis pies tropezaron con algo y otra cosa en frente de mí impidió que chocara contra el suelo.
Al abrir los ojos lentamente un grito ahogado salió de mis labios cuando me di cuenta de que mi mejilla estaba apoyada sobre la de alguien más. Alguien con los ojos abiertos y ensangrentados. Di varios pasos para alejarme, dándome cuenta de que la razón de mi tropiezo había sido un brazo. Jadeando con el corazón en la garganta levanté lentamente la mirada. La montaña...
La montaña era de cuerpos.
El escenario que tenía formado en frente de mí parecía sacado de un cuento de terror. La piel de los cuerpos apenas se podía apreciar por la sangre derramada sobre ellos pero lo que sí se distinguía perfectamente era el halo sobre la cabeza de cada uno. Un halo grande y con un brillo dorado similar al que lucieron las venas de Deimos.
