DAVID
Los últimos acordes de mi canción favorita de U2 activaron en mí la necesidad de volver a reproducir la playlist desde el principio. Me ajusté un poco mejor el auricular derecho, intentando mantenerme completamente ajeno a la conversación que mis padres mantenían en la parte delantera del coche, y decidí centrar mi atención en el paisaje sombrío que se iba dibujando tras la ventanilla.
Todo era una mierda.
Apenas habían pasado un par de días desde la madrugada del tres de enero, cuando el teléfono fijo de mi piso de Nueva York sonó para despertarme con la peor de las noticias. Ahora, más de dos años después desde la última vez que había pisado mi tierra natal, el ya casi inexistente sentimiento de morriña que me había acompañado a lo largo de todo aquel tiempo se había transformado por completo en una profunda sensación de rechazo. Era injusto tener la oportunidad de volver a mi casa si mi abuela no iba a estar allí para poder verlo.
Comprobé la hora en mi reloj de pulsera intentando reprimir un bostezo. Eran las tres de la tarde, pero mi cuerpo no había tenido demasiado tiempo para acostumbrarse al nuevo horario y estaba comenzando a notarlo.
- David... -me quité uno de los auriculares al escuchar entrecortadamente mi nombre. Mi madre me observaba con los ojos enrojecidos a través del espejo retrovisor-. Vamos un poco mal de tiempo, ¿te importaría ducharte en el aseo del tanatorio?
Me encogí de hombros. Necesitaba volver al día dos de enero, justo después de haber celebrado mi cumpleaños, recuperar a mi abuela y regresar a mi vida normal en Nueva York. Todo lo demás era secundario.
- Tengo un neceser con cosas básicas en la maleta -respondí seco-. ¿La ducha es aceptable?
Mi madre miró a mi padre sin saber qué responder.
- No suelo ir a los tanatorios a ducharme –contestó él sin apartar los ojos de la carretera-. Pero ya tendrás tiempo de hacerlo bien en casa. Carla no sabe que vienes -añadió refiriéndose a mi hermana pequeña-. Seguro que la animas un poco. Está bastante disgustada.
- Como todos.
Mi padre hizo amago de querer girarse, pero continuó con los ojos fijos en el asfalto de la autopista.
- No es lo mismo -murmuró con el tono lo suficientemente alto como para que pudiese oírle-. Solo tiene doce años y ha pasado toda la vida con la abuela. La pobre no lo está pasando nada bien.
- ¿Insinúas que yo sí? -pregunté ofendido-. He perdido a la única abuela que me quedaba y he tenido que cruzar el océano entero para poder venir a su entierro justo antes de los exámenes finales.
Mi madre nos miró a ambos, angustiada, como si fuésemos bombas de relojería a punto de explotar.
- Dejemos el tema ya. Isidro... -añadió intentando evitar una respuesta por parte de mi padre.
- Acabas de cumplir veinte años, David -contestó él a pesar de la súplica-, y has pasado los dos últimos fuera de casa, en la otra punta del mundo. Sabías que los abuelos no podían viajar y aun así no viniste a verlos ni una sola vez. No compares tu dolor con el que puede estar sintiendo tu hermana.
El silencio volvió a inundar completamente la atmosfera del coche y no pude hacer más que volver a colocarme bien el auricular en la oreja.
-Tienes razón, papá. No existe punto de comparación.
...
El chorro de agua fría me recorrió la espalda de golpe, haciéndome ahogar un pequeño gemido. Me pasé las manos por la cara en un nulo intento por espabilarme un poco y cogí una de las pastillas de jabón que descansaban junto al grifo. La desenvolví torpemente y dejé el envoltorio a un lado con la intención de tirarlo más tarde. "Funerarias Estévez", rezaba el plastiquillo.
"Qué trabajo tan triste", pensé.
Intenté no darle demasiadas vueltas a la situación mientras me enjabonaba, pero la debilidad acabó apoderándose de mí y me derrumbé aprovechando la soledad del momento. Las palabras de mi padre habían penetrado en mí como el más afilado de los puñales y sabía que, por mucho que me jodiese, debía reconocer que tenía buena parte de razón. No había vuelto a casa durante los últimos años ni siquiera en fechas tan señaladas como las Navidades o mi propio cumpleaños, y supongo que las escasas y efímeras visitas de Carla y mis padres y las ocasionales videoconferencias que hacía de vez en cuando para intentar mantener un poco mejor el contacto familiar no habían sido suficientes para encubrir mi ausencia.
Me sentía la peor persona del mundo por no haber cogido ni un triste avión para volver a ver a mis abuelos al menos un par de veces al año, todo por estudiar una carrera que verdaderamente no me llenaba en una de las mejores universidades de América. ¿En qué momento se me había pasado por la cabeza?
Me aclaré el pelo a velocidad de campeonato y me sequé un poco con la toalla antes de salir de la ducha. Había entrado directamente a la sala de familias para asearme y apenas disponía de unos pocos minutos antes de que el coche funerario saliese para ir hacia la iglesia. Tenía que darme un poco de prisa si quería saludar antes a mis familiares, aunque no me apeteciese en absoluto.
Abrí la cortina de la ducha y vi a Carla sentada sobre la tapa cerrada del retrete, mirándome con ojos vidriosos.
- ¡David! –exclamó levantándose para abrazarme-. ¡Has venido!
Tuve la intención de apartarla y decirle que iba a mojarse el vestido, pero no pude resistirme y acabé estrujándola contra mi pecho.
- ¿Qué tal estás? –pregunté oliéndole el pelo.
- Mamá no me había dicho nada hasta ahora -contestó ignorando la pregunta. Tenía el pelo recogido en una coleta tirante y llevaba en los pies unas bailarinas negras a juego con el vestido. Estaba preciosa, pero no había ni rastro de la enorme sonrisa que siempre solía iluminarle la cara-. Creo que tampoco se lo han comentado al abuelo..., seguro que tú consigues levantarle un poco el ánimo.
Me mordí el labio para no llorar delante de ella y vi de refilón la escena en el espejo del baño.
- Me encantaría seguir abrazándote toda la vida, enana, pero creo que debería vestirme...
Carla se apartó de golpe al darse cuenta de que me encontraba como Dios me trajo al mundo y se tapó los ojos con la mano intentando disimular que se había puesto un poco colorada.
- ¡Perdón, perdón, perdón! –repitió mientras caminaba hacia la puerta-. Ponte algo rápido. Te espero aquí.
Su reacción me hizo reír y se lo agradecí en silencio mientras me secaba del todo y me ponía la ropa. Me miré al espejo antes de salir y me humedecí un poco las manos para pasármelas por la cara y disimular posibles rastros de lágrimas. No quería que mi familia me viese mal, y mucho menos que lo hiciese Carla.
La encontré sentada frente a la mesa que ocupaba el centro de la sala, jugando con una servilleta y mirando hacia el infinito.
- ¿Vienes conmigo a saludar al abuelo? –pregunté situándome a su lado para acariciarle el pelo.
Ella asintió lentamente y acto seguido levantó la cabeza para mirarme con sus enormes ojos azules.
- Te he echado de menos, David -susurró con la voz quebrada-. Y sé que la abuela también. Siento que no puedas despedirte de ella como te gustaría.
Le di un beso en la coronilla y la ayudé a levantarse de la silla, sin ser capaz de articular una respuesta coherente.
Por el amor de Dios, ¿qué narices había hecho durante tanto tiempo en Nueva York?
ESTÁS LEYENDO
El momento perfecto
RomanceDavid Palacios ve tambalear de nuevo su mundo cuando, dos años después de su marcha, se ve obligado a regresar al lugar al que juró que nunca volvería. ... María Gayoso ha nacido para escribir. Sin embargo, una mudanza obligada la capultará a una s...