11. Tan tonto como tú (Melendi)

37 9 0
                                    


DAVID

Cuando cerré la puerta de casa detrás de mí a aquellas horas de la noche llegué a pensar que se me había ido un poco la cabeza. Lo primero que había hecho después de discutir con mi padre había sido encerrarme en mi habitación, echarme en cama e intentar dormir a pierna suelta hasta (por lo menos) dos o tres días después, pero fue imposible. Tenía los ojos abiertos como platos, la respiración agitada y el corazón a mil por hora. No me veía capaz de caer en los brazos de Morfeo al menos por el momento.

No quise llamar a Scarlett para contárselo, y no solo porque sabía que me soltaría una de sus charlas motivacionales sobre la importancia del buen mantenimiento de los vínculos familiares, (que también), sino porque no me parecía oportuno despotricar con ella por teléfono estando bajo el mismo techo que mi padre. A decir verdad, nada que conllevase estar bajo el mismo techo que él me parecía una opción considerable, así que supongo que no fue de extrañar que la idea de salir a correr para despejar un poco la cabeza hiciese acto de presencia rápidamente.

Me levanté de la cama sin hacer ruido, me puse un chándal y unas deportivas y comencé a trotar escaleras abajo después de asegurarme de que nadie me había visto salir. La calle estaba desierta a aquellas horas de la noche, pero no me sorprendió demasiado. Seguramente la poca gente que se habría animado a salir con aquel frío espantoso estaría refugiada dentro de algún pub.

Empecé a dejar atrás las calles sin un rumbo fijo, casi de forma automática. El destino era lo de menos, solo quería correr hasta estar lo suficientemente cansado como para poder dormir y no pensar en nada más. Estaba cabreado. Y triste. Y un poco perdido, también. ¿Qué narices iba a hacer con mi vida?

Sabía que mi padre no iba a aprobar mi decisión. Maldita sea, lo había sabido desde el primer momento en el que se me había pasado por la cabeza decírselo, pero no podía mentir y decir que no había albergado una mínima esperanza. Ni siquiera pedía que me apoyase o que me comprendiese, no me esperaba tanto de él, pero al menos que me diese la confianza suficiente como para poder decidir por mí mismo lo que creía que era mejor para mí, que por una vez en su vida no cuestionase hasta mi manera de respirar.

Durante mi adolescencia siempre me había hecho pensar que el problema era yo. No era lo bastante buen hijo para un hombre como Isidro Palacios, el jefe de una de las empresas de arquitectura más importantes del país, el hombre de negocios imbatible, el rey del mercado en su sector. No era lo bastante bueno porque no había heredado su capacidad de liderazgo, su gusto por las finanzas, su pasión por el mundo de los negocios. No era nada más que un chico algo mediocre que había tenido la suerte de nacer en una familia con estrella, condenado a vivir eternamente bajo la sombra de su padre.

Con el paso de los años había intentado librarme poco a poco de esa mochila invisible que llevaba colgada a la espalda desde que tenía uso de razón. Había madurado mucho antes que otros chicos de mi edad, me había esforzado día tras día por cumplir la mínima de sus expectativas, me había alejado de todo lo que él consideraba poco digno para "alguien de nuestra categoría". Suficiente para hundirme a mí mismo, pero no para ser digno de su aprobación. A veces llegaba a pensar que, cuando llegase el momento, ni siquiera me dejaría sentarme al frente de la empresa. Estaba seguro. Y lo odiaba por ello. Había dejado a un lado mis propias pasiones por ser alguien decente a la hora de tomarle el relevo, por intentar convertirme en el mejor arquitecto posible. Sin embargo, estaba seguro de que a él no le valdría. No nos parecíamos en nada y no confiaría el trabajo de toda su vida a alguien que, para su exigente punto de vista, no diese la talla, aunque se tratase de su propio hijo.

Tener a mi padre cerca parecía ser siempre una señal para volver a Nueva York. Él ya había sido el motivo que me había empujado allí la primera vez y ahora, dos años después, seguía cerrándome las puertas incluso para coger el impulso necesario.

El momento perfectoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora