96. Indestructibles (La Habitación Roja)

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MARÍA

Pese a haber escrito decenas de historias a lo largo de mi vida, debo confesar que, de todas ellas, he puesto punto y final a muy pocas. Nunca me han gustado las despedidas y de niña me negaba a terminar la mayor parte de los cuentos que escribía para evitar decir adiós a sus personajes, a los que acababa considerando algo así como mis propios amigos imaginarios. Con el paso de los años, seguí haciendo lo mismo con series que no quería acabar, colonias cuyo olor deseaba guardar en un frasco para siempre o con personas a las que no era capaz de soltar por mucho daño que pudiese estar recibiendo de su parte.

Si algo aprendí durante aquel año de mi vida fue a perder el miedo a los finales. En ocasiones lidiar con ellos podía resultar difícil, pero eran necesarios para dejar hueco a todos los nuevos comienzos que estaban por venir.

Las heridas abiertas que había creído mortales se transformaban ahora en cicatrices que mirar con buenos ojos en el futuro. Dejar atrás el único hogar que conocía, despedirme para siempre de mi adolescencia o sentir cómo me rompían el corazón por primera vez. Todas ellas habían supuesto un golpe de realidad intenso, pero enriquecedor.

A punto de dar el salto definitivo, las palabras de mi padre me habían hecho darme cuenta de la importancia de mimar y cuidar bien cada una de aquellas cicatrices, pero también de cerrar finalmente las que aún sangraban.

Fue esta reflexión la que me motivó a enviar aquel mensaje.

Meses atrás, no lo hubiese hecho. Tampoco hubiese esperado una respuesta. Y ahora estaba allí, parada frente a la puerta de una cafetería cualquiera, cogiendo un poco de aire antes del pinchazo tras el cual pretendía empezar a coser aquella última cicatriz.

Habíamos elegido un local que no solíamos frecuentar para evitar dejar malos recuerdos si la charla no iba bien. Dentro olía a café y a churros recién hechos y en las mesas abarrotadas la gente charlaba animadamente. Pese al sonido de la campana colgada sobre la puerta, nadie pareció percatarse de mi entrada. Ni siquiera ella.

- Hola –saludé al pararme frente a su mesa.

- Hola.

Fue, posiblemente, el saludo más incómodo de toda mi vida, pero teníamos que acabar con aquello. Necesitaba hacerlo.

- Te veo diferente –comenté mientras tomaba asiento.

Ella se encogió de hombros y removió un poco su café.

- Me he cortado el pelo –respondió sin demasiado entusiasmo.

No habíamos vuelto a hablar desde la noche de la fiesta en el albergue. Supongo que ese considerable período de tiempo le hizo pensar que mi comentario hacía referencia a su físico, pero el cambio que yo notaba iba muy por debajo de la piel. Salma ya no era la misma. No quedaba rastro ya de la chica que en su momento había sido mucho más que mi mejor amiga. Llevaba meses sin reírme de sus chistes malos y sus carcajadas escandalosas, sin saber si había cambiado de aspiraciones o seguía manteniendo las mismas de siempre, sin tener ni idea de cómo estaba su familia.

Había escuchado cientos de veces que el tiempo lo curaba todo, pero por nosotras habían actuado demasiados factores como para dejarle espacio al tiempo. Seguía sin comprender lo que había pasado, pero por fin esperaba encontrar una respuesta. O, al menos, algún mínimo tipo de explicación.

Permanecimos sumidas en un incómodo silencio hasta que la camarera se acercó a nosotras para tomarme nota. No dudé y pedí un chocolate, en honor a todas las tazas que había ofrecido en mi casa a quienes habían necesitado suavizar un poco la realidad antes de analizarla mediante palabras.

El momento perfectoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora