89. Si te vas (Extremoduro)

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DAVID

- No es mi fuerte. Pero mi canción favorita es suya.

Ahogué una risa en su cuello al rodearla con los brazos para atraerla hacia mí con suavidad. Recordaba haber definido a María como una contradicción el día que nos conocimos y, después de tantos meses, aquella palabra seguía viniéndole que ni al pelo. Mi pequeña contradicción.

Las primeras notas de Si te vas llegaron a nuestros oídos de forma casi hipnótica. María comenzó a girar sobre sí misma tomando mi mano como punto de apoyo y ambos nos conducimos mutuamente alrededor de la habitación, con el rumbo más decidido por nuestros corazones que por nuestros pies.

Cuando, de espaldas, me las ingenié para tropezar involuntariamente con uno de los sillones, el peso de su cuerpo sobre el mío hizo que cayésemos hacia atrás, sepultados entre los cojines. Nuestras risas se contagiaron mutuamente y nos obligaron a quedarnos allí, en silencio, mirándonos como dos niños descubriendo el amor por primera vez.

- Todavía no has contestado a mi pregunta –susurré.

No quería presionarla, pero cada segundo que pasaba sin conocer aquella respuesta parecía ralentizar un poquito más el ritmo de mi corazón.

María se separó de mí lo suficiente como para regalarme la visión de una sonrisa tímida, pero sincera. Adoraba el tono ruborizado que adquirían sus mejillas cuando algo la ponía lo bastante nerviosa como para dejarla sin palabras. Desde que habíamos llegado a Lipto, el apodo que había inventado para ella durante aquella noche de Carnaval parecía describirla mejor que nunca.

- No sé qué responder.

Sus palabras, lejos de hacerme sentir decepcionado, me hicieron sospechar acerca de que, tal vez, la pregunta resultaba más difícil para ella que para mí por algún motivo en particular.

- Estaba bromeando –dije con intención de tranquilizarla-. Que yo lo tenga claro no quiere decir que tú...

- Lo he tenido claro durante años –interrumpió-. El problema es que no sé en qué punto mi amor platónico adolescente pasó a convertirse en uno de carne y hueso.

Sacudí la cabeza, confuso, y la miré a los ojos con la respiración completamente cortada. ¿Lo había entendido bien?

- ¿Qué...?

- He estado colgada por ti desde el instituto –susurró-, cuando yo no era más que una niña y tú uno de los chicos inalcanzables que se paseaban a paso ancho por los pasillos. Jamás intercambiamos palabra alguna antes de que te fueras a Nueva York y, cuando lo hiciste, estaba convencida de que la fantasía infantil había terminado. Pero entonces regresaste y el pedestal en el que te había tenido durante toda mi vida se hizo añicos en el suelo en el que nos tropezamos la noche en la que nos conocimos. La figura de perfección se esfumó y en su lugar apareciste tú, con tus demonios, tus imperfecciones y tus ojos tristes, capaces de leer los míos con un simple cruce de miradas. No puedo decirte qué fue lo primero que me llamó la atención de ti porque para ello tendría que hacer una distinción entre el amor de mi infancia y el actual, David, y no puedo adivinar en qué punto pasé de idealizarte a quererte de verdad.

Hubiese querido disipar cualquier atisbo de duda que pudiese percibir reflejado en sus ojos, pero la realidad de sus palabras provocó un bloqueo instantáneo de todos y cada uno de mis sentidos. Allí, en la seguridad de la buhardilla y con la confesión que tanto tiempo llevaba queriendo escuchar recién salida del puente de sus labios, me sentí la persona más afortunada y más estúpida del planeta. Sobra explicar la primera de las cualidades; duele darse cuenta del porqué de la segunda. Una vez más, el miedo me había impedido lanzarme a una batalla que ya había ganado sin ni siquiera saberlo. Ahora que el tiempo se me escurría de entre los dedos, me daba cuenta de que podría haber empezado a aprovecharlo mucho antes de lo que pensaba.

- No tenía ni idea.

Fue lo único que conseguí decir.

- Lo sé –sonrió encogiéndose de hombros-. Además, aunque la hubieses tenido, nada hubiera cambiado.

- Eso ya no es así –aclaré agarrándole la mano-. No sé qué clase de venda me ha impedido verte durante todos estos años, pero puedo asegurarte que no va a volver a cegarme nunca más. No me veo capaz de dejar de mirarte como lo hago. Ni tampoco de ver a alguien más de la misma forma.

Sus dedos acunaron mi mejilla y de su boca brotó una risita nerviosa.

- ¿Qué se supone que tenemos que hacer ahora? –preguntó.

- Tú eres la escritora romántica. Dímelo tú.

- Esto no es una novela, David.

- Pues fíjate, a mí casi me lo parece. Ahora mismo, aquí, protegidos de la tormenta en una buhardilla de la hostia y con una de las canciones más bonitas de la historia calentándonos los oídos, sólo se me ocurre una única cosa que podría completar el escenario de uno de tus capítulos de ensueño.

- ¿El qué?

- Esto.

Aunque la intención inicial fuese mía, a día de hoy sigo sin ser capaz de garantizar quién de los dos se lanzó primero en busca de los labios del otro. Nuestros cuerpos terminaron de amoldarse casi de forma instantánea y las ganas acumuladas durante las últimas semanas no tardaron en darse a conocer plenamente, como si hubiesen estado esperando al momento perfecto para dejarnos fluir con libertad.

Conseguí incorporarme sin abandonar el beso y María terminó sentada sobre mí a horcajadas, con la respiración entrecortada y los rizos revueltos cayéndole a ambos lados de la cara. Enredé uno de ellos entre mis dedos y tiré de él con suavidad, tanteando el terreno. El movimiento de su lengua aumentó de intensidad y sus manos acabaron guiando las mías hacia su cintura, donde noté el estremecimiento de su piel al entrar en contacto con la mía.

A menudo se les tacha de incómodas y desastrosas, pero siempre he creído que hay algo especial en las primeras veces. Descubrir cada rincón de la piel de María, familiarizarme con sus jadeos ahogados contra mi oído o aprender qué era lo que le gustaba se sintió como algo absurdamente mágico.

Una sensación de paz desbordante se apoderó de mi ser cuando nuestros cuerpos desnudos acabaron fusionándose por fin en uno solo. Los nervios que había albergado hasta el momento fueron desapareciendo progresivamente con cada embestida, haciéndome realmente consciente del tiempo que llevaba anhelando aquel momento sin darme cuenta. Deshaciéndonos entre gemidos frente al otro, volvimos a reconstruirnos de nuevo. Y fue entonces cuando me reafirmé en mi teoría de que no iba a ser capaz de ver aquella luz en alguien más, porque realmente ella era la única capaz de llenarme el alma en todos los aspectos.

Alcanzamos el orgasmo con escasos segundos de diferencia. Después, salí de su interior, me deshice del preservativo y la atraje hacia mí en la comodidad de los cojines para abrazarla contra mi pecho.

Era preciosa. Por dentro y por fuera. No podía dejar de preguntarme por qué no me había dado cuenta de ello antes y cómo había podido pasarme la vida sin conocer esa parte de mí que solo ella despertaba.

- Nunca hubiese podido imaginar la suerte que íbamos a tener al encontrarnos –musité.

- Yo tampoco, aunque estoy convencida de que no todo es suerte. El destino nos obligó a dar el primer paso, pero el resto del camino es cosa nuestra.

- ¿Y qué dónde crees que nos conducirá ese camino ahora? –pregunté con un hilo de voz.

- A donde nosotros queramos. El rumbo me da igual si estás tú al lado para encauzarlo conmigo.

- Siempre voy a estar. De una forma u otra.

El brillo de sus ojos entonces no tuvo nada que envidiar al de las estrellas que alumbraban la noche en el exterior.

- Nunca he tenido la menor duda –sonrió.

Y estaría. Nos prometí internamente a ambos que estaría.

Aunque fuese a un océano de distancia. 

El momento perfectoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora