58. Nana triste (Natalia Lacunza)

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MARÍA

El timbre que indica el final de la clase es, probablemente, el sonido favorito de cualquier estudiante promedio. Sin embargo, el que sonó a las dos de la tarde de aquel viernes de principios de mayo vibró dentro de cada uno de nosotros de forma diferente. Segundo de bachillerato acababa de llegar a su fin y, con él, nuestros días entre los pasillos de aquel instituto quedarían reducidos a las clases de repaso previas a la llegada de selectividad.

- Y ahora, ¿qué? –preguntó Guille mientras yo esperaba, por última vez, a que recogiese sus veinte libretas para poder salir juntos de clase.

- Ahora a prepararnos para lo que se viene, supongo.

No fue una respuesta demasiado precisa, pero tampoco equivocada. Nos esperaban semanas duras antes de poner el broche final a la que, hasta el momento, había sido la única realidad que conocíamos. Por ello, antes de convertirnos en máquinas de estudio, Luna, fiel a su esencia, decidió organizar una fiesta en el albergue de sus padres para celebrar el fin de los exámenes y las notas que, en general, dejaban entrever un futuro bastante esperanzador a la hora de enfrentarnos a los temidos exámenes de acceso a la universidad.

La celebramos ese mismo sábado, aprovechando la ausencia de peregrinos, e invitamos a todo el curso a que se uniese.

- Será como un tráiler de la graduación –explicaba Luna cada vez que invitaba a alguien-. Necesitamos un poquito de subidón antes de que nuestros días se resuman en estar sentados frente a un libro de Historia de España.

Y tanto que lo necesitábamos.

Luna siempre organizaba las mejores fiestas clandestinas de todo el pueblo, pero aquel día se superó a sí misma. Bailamos, reímos, cantamos, bebimos y saltamos durante tanto tiempo que acabé perdiendo la noción del mismo. Todo, desde la más mínima tontería, era motivo de celebración durante aquella noche, perdidos entre canciones y copas vacías, apartando los miedos para dejar paso a las ilusiones.

Mientras daba vueltas sobre mí misma, descalza sobre la hierba, me choqué con Guille, que miraba la escena desde un segundo plano, aferrado a su vaso de Coca-Cola.

- ¿Te lo pasas bien? –grité contra su oído.

- No mejor que tú –rio.

- Creo que me he pasado un poco con la cerveza hoy –confesé-. ¡Pero no pasa nada! ¡Hay que celebrar! –lo cogí de la mano para que diese vueltas conmigo, pero sus pies permanecieron bien fijos en el suelo-. Venga, hombre. Anímate un poco.

- Lo estoy –levanté una ceja, cruzándome de hombros, y dejó escapar un suspiro-. Vale, no mucho. Pero lo estaré.

- ¿Necesitas hablar?

- No. Disfruta de la fiesta.

- Guille...

- No es nada, Meri, en serio. Estoy un poco acongojado, nada más.

- Eres la única persona que conozco que usa la palabra acongojado en su día a día.

- Me lo tomaré como un cumplido.

Lo agarré de nuevo, esta vez por el brazo, y lo arrastré hacia una de las esquinas del jardín.

- ¿Qué te da tanto miedo? –pregunté.

- Ni siquiera yo mismo lo sé –su respuesta no me sorprendió demasiado. Guille no destacaba por su arte para expresar sus emociones-. Siento que llevamos toda la vida preparándonos para esto. ¿Y si, ahora que la meta está tan sólo a un paso, no sale bien? O peor. ¿Y si no me gusta lo que me espera al cruzarla?

El momento perfectoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora