94. How to save a life (The Fray)

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MARÍA

Me gusta comparar la decepción con un caramelo. Uno de esos que te llevas a la boca con deseo, esperando sentirte saciado, pero que siempre te acaba dejando con ganas de más. Supongo que se debe al depósito de expectativas residentes en un envoltorio que, pese a estar lleno de colores, no hace más que dejarte un regusto amargo en el paladar. La compararía también con un veneno. No acaba con nuestras vidas, pero las hace un poquito menos brillantes al ser terriblemente letal con nuestras ilusiones. Es esclava y, al mismo tiempo, consecuencia de nuestras propias expectativas, ya que, pese a no poder medirse, su magnitud será siempre directamente proporcional al tamaño de nuestros castillos en el aire. Si tuviese que quedarme con una única comparación a la hora de definirla, la relacionaría con una ráfaga de viento. Por su impertinencia, por su incontrolable libertad y, fundamentalmente, por ser el impulso que nos permite avanzar si la interpretamos en la dirección adecuada. La decepción no es agradable. Es fría, gris, cruel. Pero es la única capaz de quitarnos la venda de los ojos, de hacernos tocar fondo para coger el impulso necesario para alcanzar de nuevo la superficie y respirar. Sea castigo o regalo, pecado o milagro, su mal sabor es probablemente la solución para escupir todo el engaño que se ha colado dentro de nosotros.

Es difícil ponerle nombre a lo que sentí al descubrir la verdad acerca del futuro próximo de David. Externamente, supongo que se asemejó bastante a un viaje emocional a través de dicha decepción, pero también a través del enfado, la sorpresa y, por supuesto, la tristeza. A nivel interno fue doloroso, pero quizás un poco más simple de describir: una punzada fuerte e intensa, que rompió el espacio que hasta entonces él había ocupado en mi corazón en pequeños y afilados pedacitos.

Fuera había empezado a llover, pero no me importó demasiado cuando salí al jardín en busca de un poco de aire. En el interior de aquella casa en la que tanto había vivido, las paredes se estrechaban a mi alrededor en una prisión angustiosa. No me veía capaz de aguantar allí el resto de la semana. A quién quería engañar; ni siquiera podría acabar allí la noche. Por primera vez desde que nos habíamos conocido, ya no me sentía cómoda en presencia de David. Aquel no era el chico del que me había ido enamorando con el paso de los meses. Cada sueño compartido, cada pequeña aspiración..., habían quedado reducidos a cenizas a causa de un incendio de mentiras.

Blanca me cogió el teléfono en el segundo tono, asustada por la hora y por las circunstancias en las que suponía que me encontraba. No le expliqué lo que había pasado. Sólo le pedí que viniese a buscarme en cuanto pudiese, me daba igual si era en una hora o al día siguiente.

Apareció a las dos, con Guille en el asiento del copiloto y aún en pijama.

- ¿Qué ha pasado? –preguntaron a la vez, aunque en tonos muy diferentes.

- Ni yo lo sé –respondí.

- No te ha hecho nada, ¿verdad?

- ¡No, no! –me apresuré a aclarar-. Simplemente se ha terminado. Todo.

- ¿Así de repente? –asentí lentamente y Blanca frunció el ceño-. Meri, ¿de verdad que no ha pasado nada?

- Lo prometo. ¿Podemos irnos a casa? Por favor.

Intercambiaron una mirada preocupada y asintieron en silencio. Sabían que no iba a contar nada hasta que yo misma estuviese preparada para ordenar mis propias emociones y lo respetaban.

- Puedes dormir en mi casa –me dijo Blanca dándome un achuchón-. ¿Tienes maleta?

- Voy a buscarla. Vengo ahora mismo.

Viéndolo desde una perspectiva más adulta, quizás debería haber subido a la buhardilla a hablar con David una última vez. No quiero condenar ni tampoco justificar mis acciones; lo único que puedo hacer es afirmar que, en aquel momento, meter la ropa de cualquier forma en la maleta y huir de allí lo más rápido posible me pareció la opción más viable.

El momento perfectoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora