5. No te preocupes por mí (Leiva)

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DAVID

Dos días después de la comida en la hamburguesería con Carla, seguía viviendo de mala gana en el pueblo. No me había ido y no precisamente porque hubiese cambiado de planes, sino porque había sido incapaz de comentarle mis verdaderas intenciones a mi hermana. Lo intenté, lo juro, pero no podía hacerlo.

Empecé a aficionarme a salir a correr por el pueblo. No mucho, quizás un par de horas al día, pero un tiempo lo suficientemente extenso como para poder pensar en decisiones como aquella. Quería irme. Lo necesitaba más que nada en el mundo. El pueblo ya no era mi hogar y los recuerdos de mi nueva vida en Nueva York se adueñaban de mi mente una y otra vez para pedirme que volviese a casa. Nunca he renegado de mis orígenes, pero mi cabeza seguía bebiendo a grandes sorbos el cóctel de resentimiento y culpabilidad que se había servido desde la marcha de mi abuela.

Pensaba mucho en el día en el que me fui, cuando la llama que se llevaba encendiendo dentro de mí durante años explotó y lo arrasó todo a su paso. Recordaba los momentos previos a mi marcha de forma difusa, como si estuviesen distorsionados por el rebumbio de emociones que salían a borbotones de mi interior. Después de tanto tiempo seguía sin arrepentirme de mi decisión, pero no podía evitar sentir un poco de amargura conmigo mismo al verme despreciar a la tierra que me vio crecer de aquella manera. Quizás si mis amigos siguiesen en el pueblo y no se hubiesen ido a la universidad la decisión sería diferente. Quizás si no hubiese dejado de lado aquello que de verdad me gustaba ya no querría irme. Quizás si tuviese algo material a lo que aferrarme sería más fácil dejar de lado las emociones. Quizás, quizás, quizás..., ¿cuántas veces nos atormentamos a nosotros mismos con esa dichosa palabra?

La noche comprendida entre el segundo y el tercer día se presentaba complicada. En mi casa reinaba un silencio sepulcral que me incomodaba profundamente, y las pesadillas que me acompañaban desde mi primera noche fuera de Nueva York seguían torturándome cada vez que intentaba descansar un poco los ojos. Cuando cogí el móvil de madrugada para mirar la hora que era, supe que pasaba de las dos y que tenía mensajes sin contestar de Scarlett, (otra vez).


Scarlett:

No has cogido ninguna de mis llamadas y tampoco has respondido a un triste mensaje. ¿¿¿Estás bien???


El último era demasiado largo para ella, así que debía de estar realmente preocupada. Seguía sin poder dormir y al otro lado del charco aún no eran las nueve de la noche, así que marqué su número con dedos torpes mientras me la imaginaba sentada en el medio del salón, posiblemente haciendo algún ritual espiritual para que los chacras me acompañasen durante mi proceso de duelo.

Descolgó al segundo tono.

- Dame un segundo. Estoy en la posición de la gacela.

Me quedé mirando el móvil como un tonto después de que me colgase y esperé a que me devolviese la llamada. Lo hizo, pero por Skype, así que encendí la luz de la lamparita de noche y me pasé una mano por el pelo antes de contestar.

- ¡Iba siendo hora! –exclamó-. No estoy acostumbrada a que desaparezcas así. Estaba a punto de pillarme un billete para ir a comprobar si estabas bien.

Sonreí como pude y puse los ojos en blanco, negando con la cabeza. Scarlett me miraba con sus ojillos saltones al otro lado de la pantalla, expectante. Llevaba el pelo recogido en un moño muy alto, algo deshecho, y un top deportivo de color verde botella.

- Ahora en serio -dijo ante la ausencia de respuesta por mi parte-. ¿Qué tal estás?

- Bien, supongo.

El momento perfectoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora