13. Losing my religion (REM)

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DAVID

Cuando la puerta del ascensor se abrió de nuevo y me encontré en el rellano que daba a mi piso, tuve la decencia de meter la llave en la cerradura todo lo despacio que pude e intentar abrir la puerta sin hacer el mínimo ruido. Todas las luces estaban apagadas, Juana parecía haberse ido y no se oía ni una mosca en toda la casa. Realmente, entre el cabreo con el que me había marchado, la sudada que me había pegado durante la carrera y el pequeño encontronazo con la dichosa becaria, no me apetecía rematar la jugada con una nueva discusión, así que agradecí el silencio y caminé de puntillas hasta mi habitación para coger una muda limpia con la que poder cambiarme después de darme una ducha.

- ¿David? ¿Eres tú?

Mierda.

Abrí la puerta medio entornada del salón al escuchar la voz ronca de mi madre. Al encender la luz, la vi tirada en el sofá debajo de un montón de mantas, con el teléfono en una mano y el mando de la televisión, apagada, en la otra.

- Te he llamado ochocientas veces por lo menos –dijo pasándose las manos por los ojos. Llevaba unos días con ellos ojerosos y un cierto tono rojizo, pero su aspecto en ese momento era angustioso-. Me tenías muy preocupada.

- Lo siento mucho, mamá –respondí sincero-. Salí rápido y no me di cuenta de que tenía el teléfono sin batería.

Vale, eso era mentira, pero no iba a decirle que lo había apagado precisamente para no tener que cogérselo.

Se levantó con bastante menos elegancia de la que estaba acostumbrado a ver y me abrazó como sólo puede abrazar una madre cuando sabe que algo va mal.

- No se lo tengas en cuenta –susurró-. Ya sabes que a veces puede llegar a ser un poco exigente, pero...

- Mamá –interrumpí-, es tarde y no me apetece hablar del tema. ¿Te importa?

Se separó de mí y me acarició la mejilla con la mano.

- No, tranquilo. Estarás cansado y además estás sudando como un cerdo el día de la matanza –no pude evitar reírme porque aquella expresión no le pegaba nada-. Dúchate en el aseo de invitados, si quieres, para no despertar a nadie. Mientras, te preparo una tila y te la dejo en la mesa de la cocina. Necesito acostarme.

- ¿Carla ha dicho algo? –pregunté.

- No. No quiso postre y se marchó a su habitación sin hablar con nadie. He ido a verla dos o tres veces, pero se hace la dormida.

Asentí cabizbajo y ella me dio un beso en la frente antes de perderse en la oscuridad del pasillo.

...

Contra todo pronóstico, la ducha no me sentó bien. Al contrario, solo me dio más tiempo para estar conmigo mismo y pensar una y otra vez en todo lo que había pasado desde el fallecimiento de mi abuela. Un mes intenso. Intenso y un poquito devastador.

Salí del cuarto de baño descalzo y con un pijama gris y me dirigí a paso lento hacia la cocina. La tila que me había preparado mi madre aún estaba caliente, así que opté por llevarme la taza a mi cuarto y tomármela allí.

Encendí la linterna del móvil para no caminar a oscuras tras comprobar que no podía despertar a nadie, ya que todas las puertas estaban cerradas. Bueno, todas no. Había una que estaba completamente abierta, invitándome a entrar. 

No había vuelto a pisar aquella sala. Desde que tenía uso de razón, aquel lugar había sido mi refugio, el sitio donde acudir cuando las cosas no iban bien. Paradojas de la vida, aquella fortaleza particular también había sido la primera en caer cuando la batalla se complicó, y no me había atrevido a poner un pie en ella desde entonces.

No sé qué me impulso a hacerlo. Quizás el silencio de la casa, quizás la tila que aún no me había tomado o quizás que ya estaba lo suficientemente jodido y ya no me importaba seguir echando leña al fuego. El caso es que lo hice. Encendí la luz, cerré la puerta detrás de mí y examiné la habitación con atención, conteniendo el aliento. La sala de música estaba tal y como la recordaba, como si no hubiese pasado el tiempo. Los vinilos colocados en la estantería de la pared, las partituras de violonchelo de Carla revueltas de mala gana en el atril del rincón, las guitarras ordenadas cronológicamente al lado de la batería... Y él, el piano, presidiendo el centro de la sala, burlándose de mí en silencio.

Dejé la tila sobre la mesita auxiliar que descansaba a su lado y lo acaricié con la yema de los dedos. Estaba precioso; negro, brillante, como si acabasen de fabricarlo. Lo había echado tanto de menos que estaba a punto de echarme a llorar. ¿Cómo podía sentirme tan atraído por algo que no era más que un simple objeto?

La pequeña butaca de piel de borrego cedió ligeramente cuando me senté sobre ella y levanté la tapa, jadeante. Las teclas del piano brillaban bajo la luz de la lámpara, dibujando un camino de estrechas baldosas blancas y negras. El pulso me tembló cuando intenté alargar la mano para tocar al azar una de ellas.

El sonido apenas duró un par de segundos, pero fue suficiente para terminar de romperme por completo. El David de dieciocho años apareció sobre el camino de baldosas, cabizbajo, y me miró a los ojos en medio de todo aquel silencio. Demasiados recuerdos. Demasiadas emociones. No podía hacerlo.

Aparté la mano del piano como si estuviese ardiendo y me marché de allí todo lo rápido que pude. Los estúpidos fantasmas habían encontrado la manera de atormentarme de nuevo, haciéndome tragar aire a grandes bocanadas, intentando recuperar el aliento perdido.

El nudo que se me formó a la altura del pecho no me dejó dormir en toda la noche.

A la mañana siguiente, cuando Juana llegó para empezar su jornada, encontró una taza llena de tila fría en la mesa junto al piano.

El momento perfectoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora