35. Wonderwall (Oasis)

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DAVID

Estuve bastante liado con la universidad durante los siguientes días. Los trabajos y los exámenes empezaron a acumularse y Scarlett no dejaba de conectarse conmigo por videoconferencia para que no perdiese el ritmo.

El jueves por la tarde, después de completar un cuestionario en el campus virtual de la facultad, cogí una manzana del frutero y salí de casa en dirección al piso de María. No nos habíamos visto durante toda la semana y empezaba a resultarme raro, como si quedar con ella para charlar de cualquier cosa se hubiese convertido ya en una rutina de la que me era casi imposible escapar.

Pulsé el timbre mientras daba un mordisco a la fruta y esperé, balanceándome sobre las puntas de los pies. De detrás de la puerta llegaba el sonido de una melodía suave. No me sorprendí; sabía que escuchaba música a todas horas.

Noté como alguien se asomaba a través de la mirilla y moví un poco la mano para que el sensor de movimiento me detectase. La puerta se fue abriendo lentamente y una mujer apareció frente a mí. Teniendo a Manuela delante, no era capaz de comprender cómo no me había dado cuenta de que María era la hija de los dueños del Arce. Era exactamente igual que su madre.

- Hola. ¿Está María? –asintió, no demasiado convencida, y me di cuenta de que, probablemente, no tenía ni idea de quién era yo-. Me llamo David. Soy el vecino de arriba.

- ¡Ah, David! –exclamó sonriendo-. No te conocía. Encantada. Pasa, pasa. Está en su habitación.

Se hizo a un lado cuidadosamente para dejarme entrar y señaló la primera puerta a la izquierda. Llamé un par de veces con los nudillos antes de girar el pomo y entrar. Estaba sentada en el suelo, de espaldas, pero pude ver cómo se pasaba la manga de la sudadera por las mejillas antes de girarse.

- Papá, te he dicho que prefiero que me dejes... -enmudeció al verme y parpadeó varias veces-. Oh, eres tú.

- Soy yo –respondí echando un vistazo rápido a la habitación-. ¿Qué es todo esto?

Miró a su alrededor y se encogió de hombros, haciendo una mueca. Los rizos se le escapaban de una coleta deshecha y tenía la cara manchada de blanco, probablemente debido a los botes de pintura que se arremolinaban sobre un montón de hojas de periódico. No tardé en darme cuenta de que los muebles estaban ligeramente separados de las paredes y de que la cómoda frente a la que estaba sentada tenía una enorme línea blanca dibujada sobre un cajón.

- Reformas, supongo –contestó sin mucho entusiasmo.

- ¿Estás intentando pintarlos tú sola? –asintió mientras abría otra lata de pintura-. ¿Por qué?

- ¿Tú has visto el color de estos muebles?

- ¿Qué tiene de malo?

Si hubiese podido asesinarme con la mirada, estoy completamente seguro de que lo habría hecho.

- David, sé lo que pretendes y ni lo intentes. Es espantoso.

- No está tan mal –me acerqué al armario y deslicé los dedos por encima de la madera con suavidad-. Estos muebles son muy buenos. ¿Saben tus padres que pretendes destrozarlos?

- Sí. Estábamos discutiendo sobre ello antes de que llegases. Pero no te preocupes, al final me han dado permiso. Dicen que así se me pasará la rabieta.

Noté cómo intentaba sonar despreocupada, como si todo aquello fuese una tontería pasajera de adolescente, pero no podía ocultarlo. Aquella "rabieta" era una tapadera para ocultar todo el dolor que había detrás; puede que incluso una forma de contrarrestarlo. No podía dejarla sola en eso.

El momento perfectoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora