DAVID
La conversación que mantuve con María volvió a despertar dentro de mí emociones que creía dormidas. Todo lo que le había dicho era cierto; marcharme a Nueva York había sido la decisión de la que más me había arrepentido en la vida. A raíz de ella, surgió todo lo que vino después: no volver a pasar tiempo con mis abuelos, dejar a un lado mi propia identidad, perderme el crecimiento de mi hermana... Me había pasado los últimos meses llorando por las esquinas por ello, pero si algo había aprendido durante aquel tiempo era que no valía de nada lamentarse. No podía cambiar lo que había sucedido, pero sí podía esforzarme porque las consecuencias en el presente fuesen un poquito menos dolorosas.
Carla cumplía trece años ese fin de semana. Mamá le había organizado ya una fiesta sorpresa con sus amigas y me había incluido dentro del regalo familiar, pero era el primer cumpleaños que pasábamos juntos en mucho tiempo y quería que fuese especial. Mi ausencia era imborrable, pero seguía sintiéndome en la obligación de intentar compensársela de alguna forma.
Seguía manteniendo la costumbre de ir a recogerla al instituto, pero aquel viernes decidí pedirles a mis padres las llaves de uno de los coches para hacerlo con un poco más de clase. Aparqué justo delante del bar en el que solía esperarla y di dos toques con el claxon para que me viese.
- ¿Ha pedido usted un taxi, señorita? –pregunté bajando la ventanilla.
Ella dejó la mochila en la parte de atrás antes de subirse al asiento del copiloto.
- ¿Y esto? –preguntó sonriendo.
- Espero que no hayas hecho planes para hoy, porque tienes la tarde reservada para pasarla con el mejor hermano del mundo.
- Debo deducir por contexto que te refieres a ti, ¿no?
- Pequeña mocosa –protesté frunciendo el ceño-. Abróchate el cinturón antes de que me arrepienta.
- ¿A dónde vamos? –preguntó cambiando el tono de voz.
- Ahora pareces emocionada, ¿eh? –me sacó la lengua y arranqué el coche-. ¿Cuánta hambre tienes? Te dejaré elegir el comer aquí o en la ciudad.
- La verdad es que tengo antojo de una buena hamburguesa, pero hacemos lo que tú quieras.
En boca de Carla esa frase significaba siempre lo contrario, así que puse rumbo directo hacia la hamburguesería. No habíamos vuelto desde el día en el que fui a recogerla a clase por primera vez, y no pude evitar pensar en lo mucho que habían cambiado las cosas desde entonces.
Carla no me dejó pensar mucho más durante la comida, hablando sin parar sobre cómo le había ido la mañana y lanzando al aire sus teorías sobre lo que le tenía preparado para esa tarde. Me asustaba un poco verla con tantas expectativas, porque no era gran cosa. Había comprado entradas para llevarla a un musical que sabía que llevaba tiempo queriendo ver, pero no había decidido mucho más. Quizás, cuando terminase, podríamos comprar unos helados y dar un paseo por el parque. Cuando era pequeña, le encantaba ir al que estaba cerca del centro para tirarles migas a los patos del estanque. Ya no le haría la misma ilusión, pero yo podría imaginármela de nuevo con dos coletas en la cabeza, pidiéndome que la cogiese en brazos porque no era lo suficientemente alta como para poder rebasar la valla que bordeaba el agua.
Cuando salimos del restaurante y puse rumbo a la ciudad, todavía sin desvelarle ningún nuevo detalle, decidí limitarme a improvisar y dejar que la tarde no la sorprendiese solamente a ella, sino a ambos.
La imagen de sus ojos brillando de ilusión durante todo el musical todavía sigue grabada dentro de mí a día de hoy.
Carla y yo siempre habíamos estado muy unidos. Si tenía tanto miedo a decepcionarla, era porque me había marchado de casa sabiendo que para ella era un espejo en el que mirarse. Me aterraba pensar que, al volver, algo hubiese cambiado entre nosotros. Que, a partir de entonces, me viese de una forma distinta. Que hubiese dejado de ser su referente. Probablemente, ya no lo era. O quizás sí, aunque de manera diferente. Aquella tarde me sirvió para darme cuenta de que, por mucho que me doliese, mi hermana ya no era una niña. Yo tampoco sería nunca más el héroe que le ayudaba a alimentar a los patos o que acudía a su habitación a medianoche para revisar el armario en busca de monstruos. Ambos habíamos cambiado, pero nuestro vínculo seguía permaneciendo intacto. Crearíamos nuevas costumbres y continuaríamos admirándonos el uno al otro por muchos otros motivos. La relación era la misma, simplemente debía dejarla evolucionar.
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El momento perfecto
RomanceDavid Palacios ve tambalear de nuevo su mundo cuando, dos años después de su marcha, se ve obligado a regresar al lugar al que juró que nunca volvería. ... María Gayoso ha nacido para escribir. Sin embargo, una mudanza obligada la capultará a una s...