84. Aunque tú no lo sepas (El Canto del Loco)

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MARÍA

Siempre supe que iba a enamorarme de David. Pese al miedo, pese a todas las voces interiores que me advertían a gritos silenciosos de que todo lo que estaba sucediendo era un error..., lo sabía. No podía no saberlo cuando la esencia de todas aquellas emociones me había acompañado desde mucho antes del florecimiento de las mismas. El sentimiento infantil que sacudía a la niña que suspiraba al cruzarse con él en el pasillo del instituto nunca había llegado a desaparecer del todo; ahora había evolucionado. ¿Qué sentido tendría intentar detener su desarrollo cuando el cosquilleo que este despertaba en mi interior era el responsable de las más sinceras de mis sonrisas?

Tardé un par de días en aceptar su propuesta y subirme con él en un coche rumbo a Lipto. Pese a ser plenamente consciente de mis emociones (y empezar a notar algunos indicios de similitud en las suyas), me había empapado de suficientes novelas románticas a lo largo de mi vida como para saber lo que podía suceder durante aquella escapada. Nos veíamos todos los días y afirmábamos conocer todos y cada uno de los rincones más profundos del otro. Sin embargo, el tablero en el que llevábamos bailando durante los últimos meses nunca nos había planteado un desafío como aquel. Una semana solos, en la villa idílica que su familia poseía en uno de los pueblos más bonitos de la región parecía demasiado para mi pobre corazón.

Lipto nos recibió con un de poco lluvia. Pese a ser uno de los destinos vacacionales más famosos de la zona, su clima no destacaba precisamente por su tendencia a la calidez.

- Es parte de su encanto –comentó David cuando las primeras gotas de agua comenzaron a golpear el cristal-. La gente que viene aquí sabe perfectamente lo que va a encontrarse. Las calles de Lipto no serían las mismas sin el brillo del agua sobre la piedra.

Había estado alguna vez con mis padres en alguna de sus playas, pero nunca había tenido la oportunidad de pasar allí más tiempo del que ocupaba una única tarde. Antes de su marcha a América, David pasaba allí todos los veranos, así que me moría de ganas de descubrir todo lo que podía enseñarme.

- ¿Falta mucho para llegar? –pregunté extrañada al ver cómo dejábamos atrás los últimos signos de urbanización.

- A mi padre le gusta la privacidad –respondió él encogiéndose de hombros-. Está un poco escondida, pero no te preocupes. Habrá unos quince o veinte minutos a pie hasta el pueblo, como mucho.

No tardó en tomar un desvío para conducir a ritmo más lento a través de un camino rodeado por altos setos. Después de cruzar una verja de forja negra, la casa apareció frente a nosotros en la línea del horizonte, imponente.

- David –murmuré-. Esto es...

- ¿Mi casa? Sí.

- Iba a decir un palacio.

Realmente lo parecía, imponente bajo aquel torrente de lluvia que hacía brillar todavía más las tonalidades blancas de sus paredes. Su diseño, futurista, dejaba apreciar ya desde fuera la notable cantidad de cristaleras y habitaciones con vista panorámica.

- He llamado al servicio para que se tomen unos días libres –comentó ya dentro de la casa-. No les he comentado a mis padres que traería compañía y los rumores entre sus empleados corren como la pólvora. No te importa, ¿verdad?

Negué, distraída, porque estaba demasiado ocupada dando vueltas sobre mí misma para admirar todo lo que me rodeaba.

- Es enorme.

David se limitó a asentir y forzar una sonrisa cohibida. No quería que mi reacción de sorpresa constante lo incomodase, así que opté por morderme la lengua durante el resto de la visita guiada. Piscina interior y exterior, acceso directo a la playa y gimnasio particular eran algunos de los caprichos que su padre había decidido introducir en su hogar vacacional. Si ya me había quedado impresionada con el ático que tenían en nuestro pueblo, aquel lugar iba a provocar que los ojos se me saliesen de las órbitas de un momento a otro.

- Es increíble –comenté con sinceridad.

- Supongo que sí –respondió sonriendo-. Pero ven, todavía no te he enseñado mi lugar favorito.

Dejando atrás el pasillo de la planta superior, se encontraba una escalera de caracol donde cada uno de los peldaños se componía de un diseño de mosaico diferente. El último de ellos desembocaba en una buhardilla acristalada de gran tamaño, cuya decoración era bastante similar a la sala de música en la que tantos días habíamos pasado desde que nos conocíamos. Pegado a una de las paredes, junto a una estantería llena de vinilos, se encontraba un piano de madera bastante más gastado que el del ático, al que David no pudo evitar dirigir la mirada nada más poner un pie dentro de la sala. En el otro extremo, se arremolinaba un conjunto de mullidos sillones orientados hacia lo que parecía la pantalla de un proyector.

"Cine y música", pensé. "No me extraña que este sea su sitio preferido".

- Mi refugio particular lejos de casa –suspiró adivinándome el pensamiento-. Aquí es donde pasaba la mayor parte de los días de verano cuando era pequeño.

Me acerqué a él por detrás y lo rodeé torpemente con los brazos.

- Gracias por enseñarme esto –susurré aspirando el olor de su sudadera.

- A ti, por haberte convertido en mi nuevo refugio.

Definitivamente, iban a ser unos días muy complicados.

El momento perfectoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora