MARÍA
Nunca fui demasiado amiga de la soledad. Recuerdo que, cuando empecé a crecer y mis padres tenían que dejarme sola en casa durante diez o quince minutos, (el tiempo que tardaban en darse el relevo en el bar y venir a casa cuando mis abuelos no podían cuidarme), montaba un drama digno de Óscar. Quizás no sea una comparación demasiado buena tratándose de un miedo infantil, (con el tiempo aprendes que los monstruos de dentro del armario no esperan a que tu madre se marche a trabajar para salir a asustarte), pero sí que es cierto que, aún con el paso de los años, sigo encontrándome incómoda si tengo que pasar mucho tiempo sola. No considero que sea por no saber pasar tiempo conmigo misma, sino por ser una persona demasiado (excesivamente) conversadora. A veces la nube de pensamientos que supone mi propia mente acaba haciéndoseme un poco grande, y es agradable tener a alguien con quien compartir cobijo bajo la tormenta de ideas.
Durante aquella temporada tuve que pasar más tiempo sin compañía del que me gustaría. Mis padres tenían mucho trabajo en El Arce, incluso por semana, y los exámenes me hacían permanecer la mayor parte de la tarde encerrada en la sala de estudio, rodeada de libros y apuntes.
Aquel jueves fue uno de esos días. Las horas se sucedieron una tras otra sentada frente al libro de biología, levantándome casi exclusivamente para ir a saquear la nevera en busca de chocolatinas. Mis padres me ofrecieron ir a cenar a casa de los abuelos para despejarme un poco, pero decliné la oferta alegando que aquel examen era muy importante y que cenaría algo sin dejar de estudiar. No parecieron muy conformes, pero acabé convenciéndolos para que se marchasen sin mí y me trajesen un trozo de empanada casera de la abuela, (la de carne picada era mi perdición).
Poco después de que se fuesen, noté como mi teléfono vibraba desde el interior del bolsillo de mi pantalón.
David:
¿Estás liada? Tengo noticias (y de las buenas).
Medité seriamente la respuesta durante unos segundos, el tiempo necesario para que mi sentido de la responsabilidad tomase cartas en el asunto y le enviase una foto de los apuntes que tenía delante.
David:
Uf. Pinta mal.
David:
He aceptado la propuesta del entrenador. Lo voy a llamar mañana por la mañana.
María:
¿Me estás escuchando gritar?
David:
Puedo imaginármelo jajajaja.
Me levanté de la silla de un salto y abrí la ventana del patio de luces. La luz de su habitación estaba encendida.
- ¡Aaaaaaaaaaaaaaaaah! –exclamé.
No tardó en asomarse aún con el móvil en la mano.
- Estás loca –rio.
- ¡Y orgullosa! –puntualicé-. Tengo que volver adentro, pero esto no queda así. ¡Nos merecemos una celebración!
- ¿Nos? –repitió levantando una ceja.
- Obviamente. Tú, por dar el paso; yo, por ser la mejor oradora motivacional de la historia.
Volvió a reírse con ganas antes de despedirnos y meternos cada uno dentro de nuestra casa. Aún no había terminado de repasar de nuevo la página en la que lo había dejado cuando sonó el timbre. Pasaba de las nueve de la noche y, dado que mis padres tenían llaves, su nombre fue el primero que vino a mi cabeza. Al final sí que íbamos a tener celebración. ¿Traería cervezas?
ESTÁS LEYENDO
El momento perfecto
RomanceDavid Palacios ve tambalear de nuevo su mundo cuando, dos años después de su marcha, se ve obligado a regresar al lugar al que juró que nunca volvería. ... María Gayoso ha nacido para escribir. Sin embargo, una mudanza obligada la capultará a una s...