3. Retales de una vida (Celtas Cortos)

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DAVID

Apreté la almohada con fuerza a ambos lados de mi cabeza al despertarme escuchando el inconfundible (y atronador) sonido de un taladro. Habían pasado dos días desde el funeral de mi abuela y apenas había conseguido pegar ojo desde que había llegado de Nueva York. Los pocos minutos en los que lograba conciliar el sueño se llenaban de asfixiantes pesadillas en las que mi abuela, mi padre y mi hermana aparecían para acostarme sobre una cama y tirarme por encima capas y capas de ropa sucia y vieja, recriminándome una serie de conceptos que ni siquiera llegaba a comprender.

Me di media vuelta en la cama y palpé la mesilla de noche intentando encontrar mi teléfono. Muy a mi pesar, comprobé que pasaban ya de las doce del mediodía y que tenía dos llamadas perdidas de Scarlett, las cuales decidí responder después.

El taladro seguía matando el extraño silencio que parecía reinar en mi casa aquella mañana y el insomnio no iba a darme una tregua a aquellas horas, así que aparté el edredón de un manotazo y me levanté a duras penas. Me acerqué a la ventana con la intención de levantar la persiana y mirar qué día hacía fuera, pero me eché atrás al recordar que aquella ni siquiera era mi habitación. Durante mis dos años de ausencia, mis padres parecían haber decidido intercambiar mi dormitorio y el de Carla, por lo que las preciosas vistas al pueblo que recordaba haber tenido durante toda la vida habían sido sustituidas por unas al patio de luces comunitario.

Abrí la puerta de la habitación y recorrí el pasillo arrastrando los pies descalzos por el suelo. Olía a café recién hecho y a galletas de avena sin azúcar.

- ¡David! -mi madre, que estaba sentada detrás de la barra de la cocina, se levantó como un resorte al verme aparecer por el arco que hacía las veces de puerta-. ¿Qué tal estás, cielo? ¿Te preparo un café?

Asentí en silencio y me dejé caer en una silla de mala manera, observando todo a mi alrededor con ojos cansados. Mi casa seguía siendo la misma de siempre: un imponente ático de casi trescientos metros cuadrados situado en el centro de un pueblo que apenas llegaba a los quince mil habitantes. El edificio, al igual que la mayoría de los de la comarca, había sido construido por la empresa de arquitectura de mi padre, que había diseñado nuestro piso milímetro a milímetro. Teníamos cuatro dormitorios, otros tantos cuartos de baño, tres habitaciones destinadas a estudio, dos salas de estar (una de ellas salón-comedor), una cocina digna de restaurante de estrella Michelin y una terraza desde la que podías ver cada rincón del pueblo. Solo nos faltaba la piscina cubierta, pero no la necesitábamos teniendo dos en la casa de la playa y una más en el apartamento que mis abuelos paternos poseían a las afueras de Londres.

Mi madre se sentó frente a mí con dos tazas de café humeante en la mano. No se había maquillado las ojeras y tenía el pelo recogido en un moño deshecho. Nunca la había visto tan poco glamurosa.

- ¿Y Juana? –pregunté extrañado al comprobar que había preparado ella misma el café.

- Le he dado un par de días libres -contestó sin dejar de mirarme-. Me apetecía tener un poco de intimidad -levanté las cejas casi de forma involuntaria y ella negó con la cabeza-. No me mires así, sé que es como de la familia, pero sabes perfectamente a qué me refiero. Además, sé apañarme sola. ¿No está rico el café?

- Sí, sí. Está muy bueno.

"Aunque Juana le habría echado un pelín más de leche", pensé.

- ¿Y Carla? -pregunté echando un vistazo al desierto pasillo.

- En el instituto.

- ¿No tienen vacaciones? –estábamos tan solo a día siete.

- Este año han durado menos –mi madre sorbió sonoramente el café y apartó sus ojos de mí para mirar hacia un punto concreto de la pared-. Creo que están preparando una especie de festival. Lo organizan los de segundo de bachillerato para recaudar fondos para la graduación.

El momento perfectoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora