50. Nana del miedo (Dellafuente)

10 5 0
                                    

MARÍA

Miguel me hizo prometer que no les contaría nada a nuestros padres porque, lógicamente, quería ser él quién les diese la noticia cuando estuviese preparado para hacerlo.

En un primer momento, intenté procesar la nueva realidad sola en la oscuridad de mi habitación. Supongo que, pasados los minutos reglamentarios, la tormenta de emociones que me producía saber que mi hermano iba a traer a un ser humano al mundo fue demasiado como para poder seguir soportando sola el chaparrón, así que no dudé en avisar a David para poder cobijarme bajo su paraguas.

Subí las escaleras que separaban nuestros hogares de dos en dos y pulsé el timbre, decidida, con la adrenalina aún a flor de piel. Al otro lado de la puerta me esperaba una mujer de mediana edad que, hasta donde yo sabía, no era la madre de David.

- Tú debes de ser María, ¿no? –asentí despacio, algo sorprendida, e intentó tranquilizarme con una sonrisa amable-. Me llamo Juana. Trabajo para la familia. David me ha dicho que vendrías.

- Sí –confirmé-. Pero si es mucha molestia puedo volver otro día o...

- ¡No digas tonterías! Una buena visita siempre alegra el alma, hija, y más si es de alguien a quién se tiene tanto aprecio como el que David te tiene a ti –le devolví la sonrisa, alagada, y ella se echó a un lado para dejarme pasar-. Está terminando de ducharse. Puedes esperar en su habitación, si quieres. Es aquella puerta de allí.

- ¿Puedo ir primero al baño? –siempre que estaba nerviosa tenía la necesidad de hacer pis cada cinco minutos y el día que llevaba no era para menos.

- Sí, claro. Tercera puerta a la derecha por ese pasillo de ahí.

La casa de David era enorme. Sabía que, siendo el edificio obra de Arquitectura Palacios, su padre había aprovechado la oportunidad para fusionar las dos viviendas de la última planta en una sola, pero las dimensiones finales superaban las expectativas con creces.

Al salir del aseo, no pude evitar hacerme un lío con tanta puerta y pasillo, olvidándome por completo de cuál era la habitación de David. Juana había desaparecido y me daba un poco de vergüenza buscarla para preguntarle otra vez, así que escogí una al azar y recé porque no fuese el dormitorio de sus padres o algo por el estilo.

Me sorprendí al pulsar el interruptor y encontrarme con una especie de sala de música. Lo más sensato (y educado, seguramente) hubiese sido dar media vuelta y probar con la siguiente habitación, pero la curiosidad me invitó a quedarme y echar un vistazo a lo que me rodeaba. Era una estancia muy bonita, con mucho colorido para el estilo señorial con el que parecía estar decorada el resto de la casa. Reconocí el chelo de la hermana de David junto a un atril con partituras que en la vida sería capaz de entender y también algunos de los vinilos que colgaban de las paredes y estanterías.

Sin embargo, lo que más llamaba la atención de toda la habitación era el piano, situado justo en el centro. Siempre he gozado de unas dotes nefastas para tocar cualquier tipo de instrumento, pero de niña solía decir que, si pudiese quedarme con uno, elegiría el piano sin tener el mínimo ápice de duda.

El de David era precioso e inmenso, con un taburete de borreguillo a juego situado bajo las teclas. Miré hacia atrás para asegurarme de que estaba sola y me acerqué a él para levantar la tapa con cuidado, intentando no hacer demasiado ruido.

Toqué un par de teclas con suavidad, sin demasiada elegancia, y fui trazando un recorrido improvisado intentando seguir el ritmo de alguna canción que conociese.

No sé en qué momento entró en la habitación. Tampoco cuánto tiempo estuvo conteniéndose en silencio antes de dejar escapar el sollozo que me hizo detenerme, dándome cuenta de que no estaba sola.

David estaba agachado, junto a la puerta, viéndome tocar. Y estaba llorando como un niño.

El momento perfectoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora