32. Colgado de la vecina (Melendi)

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MARÍA

Mis padres acababan de marcharse a trabajar cuando el timbre sonó. Me levanté del escritorio con algo de prisa, porque supuse que se habrían dejado las llaves de casa o el teléfono. Cuán fue mi sorpresa al echar un ojo por la mirilla y ver a David, mirando al suelo con las manos metidas en los bolsillos de los vaqueros.

- ¡Hola! –exclamé al abrir la puerta. No se inmutó-. Eh, ¿estás bien?

Se encogió de hombros y me miró, por fin. Encontré la respuesta a mi pregunta escondida detrás de sus ojos. Estaban más perdidos de lo normal.

- Pasa –dije haciéndome a un lado-. El salón está a la izquierda. Voy a por algo de beber. ¿Te gusta el chocolate caliente?

- Sí. Pero no hace falta que te molestes, guindillita. No he venido para que me alimentes.

- Si el chocolate va a conseguir acabar con tu mutismo, entonces merece la pena. Siéntate donde quieras –señalé la puerta del salón-. Puedes ir desahogándote con mis peces. ¿Lo pillas? Desahogándote. Porque son peces. No se ahogan. Vale, no me mires así. Voy a por el chocolate.

Lo escuché reír en bajo mientras me dirigía bien digna hacia la cocina y me di por satisfecha. Cuando llegué al salón con dos tazas de chocolate caliente en la mano, lo encontré deslizando el dedo por encima del cristal del acuario, siguiendo el recorrido de uno de los peces.

- ¿Te diviertes? –pregunté con sorna.

- Hace poco se desmintió la falsa leyenda de que los peces tenían una memoria horrible. Una vez, en el colegio, me contaron que les duraba dos minutos. ¡Dos minutos! Y después de eso, nada. Como si volviesen a nacer. Qué práctico y qué triste al mismo tiempo.

- ¿Por qué? –lo había entendido, pero quería verlo razonar en voz alta, como si así pudiese librarse un poco de la carga que siempre parecía llevar a la espalda.

- Un día tiene mil cuatrocientos cuarenta minutos. Si la memoria les durase dos, volverían a nacer setecientas veinte veces al día. Son setecientas veinte oportunidades de empezar de nuevo.

- Pero sin acordarte de todo lo que has dejado por el camino –completé.

- Sí. Por eso me parece tan triste. Y por eso me alegré cuando se desmintió. Siempre me habían dado pena los peces.

- Estás hecho un sentimental –me burlé.

Se sentó a mi lado en el sofá y dio un sorbo de la taza que le ofrecí. Me acordé de, apenas unas pocas semanas atrás, había estado prácticamente en la misma situación, con Ámbar. Me había equivocado eligiendo la carrera. Tendría que estudiar psicología y montarme una consulta en casa. Con acuario. Y chocolate, mucho chocolate caliente.

- ¿Vas a decirme de una vez qué es lo que te pasa? –pregunté al notar su nula intención de conversación.

- ¿Ya vuelves a estar leyéndome como una carta?

- David.

- Perdón –bebió de nuevo y suspiró-. Acabo de acostarme con mi ex.

- Lo sé. ¿Y?

- ¿Cómo que lo sabes? –abrió tanto los ojos que temí que no fuese capaz de cerrarlos más.

- Vives arriba –aclaré forzando una sonrisa-. No pongo en duda la profesionalidad de la empresa de tu padre, pero está claro que no hizo el techo lo suficientemente grueso.

- Joder. ¿Nos has escuchado mucho?

Asentí y me oculté detrás de la taza al beber, porque no sabía que cara poner. Claro que los habíamos escuchado. Repito, habíamos. Mis padres también. ¿Sabes lo que es escuchar a tu amor de la adolescencia dándolo todo a unos pocos metros de ti mientras tus padres comentan la jugada? Espero que no. Porque es sencillamente horroroso.

Había superado a David. Estaba segura de ello. Pero había límites que una no podía cruzar.

- Dios mío, perdón –lo dijo riéndose, el muy desgraciado, y tuve ganas de matarlo-. Qué incómodo. Me va a costar hablarte del tema después de saber que...

- Al grano, por favor –supliqué sonrojándome.

Él volvió a reírse y agradecí a Dios porque no supiese el verdadero motivo de mi súplica. Había venido a hablarme de su exnovia, posiblemente a pedirme consejo sobre algo. Porque éramos amigos. Amigos. Colegas. Compañeros. Bros. Nada más, María.

- Ha sido uno de los mejores polvos de mi vida.

- Mira tú que bien –gruñí contra el borde de la taza.

- ¿Qué?

- Que qué bien. Pero no entiendo por qué tienes esa cara tan larga si vienes tan bien foll..., querido –corregí.

- Porque me siento culpable.

Separé por fin la taza de la cara.

- ¿Por acostarte con ella? –pregunté extrañada. Gisela y yo no éramos amigas, pero salía a veces con mi grupo y sabía que era considerada un alma libre por excelencia. No recordaba que tuviese novio ni nada por el estilo.

- A lo mejor culpable no es la palabra. Pero bien desde luego que tampoco.

- ¿Sigues sintiendo algo por ella?

- ¡No! ¡Claro que no! –exclamó. Lo dijo con tanto convencimiento que me hizo sentirme aliviada, sin pretenderlo-. Es solo que... No sé, la he visto otras veces desde que vine y me da la sensación de que no lo ha superado. Dios, estoy sonando como un completo egocéntrico.

- No te preocupes por eso ahora. Sigue.

- Cuando me fui, corté lo nuestro de raíz. Completamente. Quiero que siga siendo así ahora que he vuelto y me lo está poniendo un poco complicado. Vino a verme el día que fui a buscar a mi hermana al instituto y habló con mis amigos para intentar acercarse más a mí.

- Entiendo. ¿Te sientes culpable porque tienes miedo a darle falsas esperanzas? –intenté adivinar.

- No. Creo que ambos teníamos claro que esta sería la última vez.

Puse los ojos en blanco y apreté los labios para no reírme.

- Por favor, no me digas que habéis quedado en que era uno de esos "polvos de despedida" –apartó la mirada, cohibido, y entonces no pude contener la carcajada-. De verdad, perdón, pero es que no puede sonar más a telenovela turca.

Intentó hacerse el ofendido, pero no tardó en acabar contagiado por mi risa.

- Vale, un poco sí. Pero el tema no era ese.

- Sí, sí, en serio, perdón –dije sin poder parar de reír-. ¿Por qué te sientes culpable, entonces?

Se quedó unos segundos en silencio, ordenando las palabras.

- No lo sé. Supongo que por todo lo que hice. Desaparecí de su vida de la noche a la mañana, sin darle apenas explicaciones, y habíamos vivido mucho juntos. Fui un imbécil –hizo una pausa y lo miré fijamente, en silencio-. ¿No vas a darme la razón? Pensé que aprovecharías la oportunidad para meterte un poco conmigo.

- No sé por qué te fuiste, David –respondí, como si eso pudiese explicarlo todo-. No tengo ni la menor idea de qué fue lo que te hizo cortar todo por lo sano.

- Es complicado –susurró.

- No te estoy pidiendo que me lo cuentes –aclaré, posando una mano en su rodilla-, no me hace falta para darme cuenta de que, sea lo que sea, te sigue doliendo. Y, permíteme el atrevimiento, creo que ahí puede estar el origen de tu necesidad de evitar a Gisela –ladeó la cabeza, con expresión interrogante, y recé por no meter la pata-. Fue un pilar fundamental en tu vida durante muchos años. Es probable que te recuerde a todo aquello que quisiste dejar atrás. Por eso la evitas. Porque te duele.

El silencio que secundó a mis palabras fue tan denso que temí haber sido demasiado metomentodo. David me miraba fijamente, examinándome, como si me estuviese viendo por primera vez. Me estremecí al darme cuenta de que, después de tantos años, de tanto tiempo observándolo desde un segundo plano, aquello estaba sucediendo.

Dios mío, ¿lo había superado?

- ¿Dónde has estado todo este tiempo? –susurró.

Y fue ahí, justo ahí, cuando supe que todo iba a complicarse.

Otra vez.


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